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Pausa
Anoche me encontré por Cabildo con un compañero de la primaria que no había visto nunca más desde hacía ochenta millones de años. Fue horrible verlo. Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad. Se agigantan de una manera perversa, se deforman.
Los que hemos sido inmigrantes, los que vivimos alguna vez muy lejos de casa, sabemos que en algún momento vamos a tener que sacar un pasaje urgente, vamos a tener que viajar doce horas en avión con los ojos en compota para ir al entierro de uno de nuestros padres.
Una madrugada, el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco. Del lado de afuera, el portero me decía que lo hiciera sin problemas, que no había riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror.
Lo más horrible que me pasó arriba de un taxi empezó en la vereda de la librería El Ateneo. Yo tenía que ir a La Plata y me dio fiaca tomar un colectivo; entonces paré un taxi. Había sido una semana muy rara. Mi papá se había muerto hacía muy poco y yo estaba de casualidad en Buenos Aires por primera vez con mi hija. Era rarísima esta ciudad sin padre y con hija.
No hace mucho, en Costa Rica, bajo a desayunar al hotel, prendo la portátil y, antes de que llegue el café con leche, aparezco etiquetado en una foto de Facebook. Abro la foto. Primero no me reconozco, porque en la foto soy un bebé. Tampoco reconozco a primera vista al hombre que me lleva en brazos. Hasta que rápidamente entiendo todo y mis ojos ya no pueden hacer nada para remediarlo.
Cuando llegué a España, lo primero que quise hacer fue escribir una novela y no me salía nada. Pasaba horas en la pensión con la hoja en blanco. Entonces un día, ya medio muerto de hambre, tuve que ir a buscar trabajo. Me compré los clasificados, llamé a un lugar donde necesitaban un redactor y me contrataron. Fue el trabajo más raro que tuve en toda la vida. Fue, además, mi primer trabajo en España.
Esta semana leí que, en la ciudad de Buenos Aires, el 80% de los matrimonios se separa antes de los diez años de convivencia. Un porcentaje de error enorme. Y a pesar de esa estadística, en este momento de la mañana, en alguna oficina, en alguna plaza de Buenos Aires, dos personas desconocidas empiezan a charlar (ahora mismo debe estar pasando) y se gustan. Y así empiezan, de a poco, a convertirse en el ochenta por ciento de la década que viene.