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Pausa
Dos veces a la semana suena el teléfono en casa, o el timbre, y del otro lado aparece un encuestador. Cada vez hay más y se presentan mejor preparados. Con el tiempo, han aprendido a ser inmunes al NO. Saben minimizar las excusas y están por todas partes, mendigando quince minutos de nuestras vidas. Si un día la Tierra padeciera un conflicto químico que aniquilase todo —plantas, animales, gente— seguirían sonando los teléfonos por la mañana. El encuestador es la nueva cucaracha del mundo.
De repente, un video de You Tube recibe un millón de visitas. Su autora, una gordita de Illinois, escribe con el culo en una pizarra. En casa de la gorda suena el teléfono sin parar. Llaman las radios, la televisión comarcal y tres diarios regionales. Es un día de locos. La madre de la gorda no entiende, pero comienza a sentirse orgullosa. Dos días más tarde la gordita saldrá al aire en el show más visto de la cadena NBC. Y después ya no ocurrirá más nada. Silencio. La gorda intentará grabar otras hazañas, pero su momento habrá pasado.
Menos la cama, todo ha mejorado en este mundo. Antes cocinábamos la sopa haciendo fuego con leña, ahora metemos el tazón directamente al microondas; hace medio siglo podíamos tener hasta cincuenta longplays en casa, hoy tenemos quinientas discografías completas en el bolsillo; ayer íbamos a los sitios a caballo y tardábamos meses en llegar, ahora nos movemos en aviones y en tren bala. Todo lo que nos importa ha evolucionado menos la cama, la cama no. Dormir sigue siendo la misma mierda desde el siglo once.
Hace muchísimo tiempo, en un planeta que no era éste pero se le parecía un poco en el contorno de la circunferencia, hubo una raza superior a todas las que habitaron el Universo en cualquier época y en cualquier rincón. Eran bellos, inteligentes, generosos, compasivos, valientes y suaves al tacto. En su apogeo como civilización, lograron construir una sociedad perfecta: en su mundo no existía el hambre, ni el trabajo aburrido, ni los abogados, ni la enfermedad, ni la democracia. Se llamaban los metalampos.
El tonto ya no es lo que era. Ha pasado el tiempo, el siglo veinte se ha ido y las calles ya no son de tierra. En eso estamos de acuerdo. ¿Entonces por qué le seguimos dando al tonto una representación analógica? Seguimos pensando que está en las calles, pero no. El tonto de hoy ha dejado de ser aquel que no encaja en las reuniones y los grupos. El tonto actual ya no necesita salir, ya no precisa cuajar para subsistir, ni molestar con su presencia física, porque ahora vive en Internet, agazapado, careteando picardía y sutileza.