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Pausa
Los que estamos desde hace mucho aquí dentro nos preguntamos infinidad de cosas sobre vida cotidiana. Cosas que se inventaron cuando ya estábamos aquí y no hemos podido disfrutar, como por ejemplo el airbag, el puré instantáneo sin leche o el voto electrónico. ¿Cómo serán esas novedades? ¿Cómo serán el teléfono inalámbrico, la cerveza sin alcohol y los muebles de Ikea?
Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».
En el ángulo noroeste de mi habitación, en diagonal a mi cama, hay una cámara de vigilancia de la marca Panasonic. Es negra y persistente como un remordimiento; sigilosa y entrometida como una suegra que sospecha algo; memoriosa y tosca como una elefanta. (Hoy, queridos amigos, me va la metáfora). Esta videocámara está empotrada con tres tornillos en el marco de la puerta y sirve en teoría para que las enfermeras, o quienes estén a mi cargo, sepan siempre, a cada minuto, lo que estoy haciendo cuando no pueden verme con sus propios ojos.
De chico coleccionaba estampillas. Las que más me gustaban eran las de los países que no existían más: Letonia, Estonia y el Tibet. Ahora hay muchas más naciones que no existen, que cambian el nombre, que desaparecen. La semana pasada, mirando la inauguración de los Juegos Olímpicos, me puse a pensar cómo sería el mundo si dejaran de existir los países de siempre.
Creo que vuelvo al amanecer con gripe, que no hay escuela, y entonces me quedo en la cama a descubrir la televisión matutina, que es muy rara: primero Telescuela Técnica, después las Manos Mágicas y a las once Patolandia el programa feliz. A dejarme poner la bolsa de agua caliente en los pies. A eso creo que vuelvo cuando voy. Pero también a otras cosas.
Estamos en medio de la debacle, del fin de la familia Bertotti. El vecino de atrás, Schafetti, perdió el trabajo y se dio de baja de DirecTV, y ahora nos quedamos sin televisión por cable. ¡A la mierda! Nueve meses estuvimos colgados del Primer Mundo, y fueron los meses más felices de nuestra vida. Ahora nos espera otra vez, agazapada, la mesa de Polémica en el Bar.