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Pausa
A su regreso de México, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando, con su mujer y su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara. En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde 1991. Sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos. «Vamos a ver el monumento a Cayota», les dice.
Ayer el doctorcito V. estaba en medio de nuestra charla semanal y le dio la risa tonta, quién sabe por qué. Y un segundo más tarde se ruborizó, bajó la vista y creí oírle decir: «Corta, corta». Entonces supe que quizás todo sea una farsa. Como en el Show de Truman, por ejemplo. Comencé a pensar que tal vez este hospital sea un tinglado, un plató, y que nosotros, los treinta y dos enfermos, seamos quizás participantes de un reality. «Gran Enfermo», por ejemplo.
De los treinta y dos internos que estamos aquí, once se han ido a pasar el fin de año con sus familias. El hospital, además de frío, parece ahora rasurado, como las ovejas después de que las esquilan para quitarles la lana. Las ovejas rasuradas siguen siendo las mismas, pero parecen otras, más pequeñas, más desprotegidas. El hospital también. El doctorcito V. y la enfermera Sara (los únicos cuerdos amistosos) se han despedido de nosotros hasta el día dos de enero. Estoy casi solo. Casi hundido. Tan desganado que no se me ocurre siquiera escapar por el muro bajo.
Uno de los grandes prejuicios del hombre normalito es pensar que los enfermos mentales no nos lavamos, ni nos cepillamos, ni nos enjuagamos la boca después de comer tierra. Y eso es mentira. Puro racismo y pura ignorancia. Gente sucia tenemos aquí dentro tanto como tenéis vosotros en las calles, y a veces los hay más guarros fuera de los hospitales que dentro (por ejemplo en Francia). Aquí, en las residencias mentales de España, somos todos muy limpios.
Lucas y Alex tienen previsto encontrarse en la placita del hospital, como cada tarde, pero una tormenta les modifica los planes. Desde sus casas, aburridos de ver el chaparrón por la ventana, se conectan a internet y mantienen su charlita de siempre, esta vez separados por seis cuadras de distancia.
Para esta época empezamos a decidir a dónde vamos a decirles a los vecinos que nos vamos de vacaciones. Lo que hacemos en realidad es encerrarnos quince días en casa sin asomar la nariz a la puerta, pero igual hay que poner un lugar.