Play
Pausa
La última vez que estuve en Buenos Aires fue hace cinco años. No existía la Nina, ni yo sabía qué cosa era un blog. Estuve allí veinte días en los que, sin saberlo, abracé a mi abuela Chola por última vez. También conversé con gente que quiero, padecí a Racing en directo y pisé Mercedes. Llegué a Ezeiza con un presidente y me volví a Barcelona con otro. Al regresar pasaron dos cosas, al mismo tiempo, que abrieron un círculo en mi vida: empecé a escribir unos cuentos en internet y Cristina me dijo que estaba embarazada.
Dos veces, y no una, mi abuelo materno me ayudó a ser un escritor. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.
Hay muchas cosas que no soporto, muchas más de las que puedo poner con palabras en un papel. El té con leche, la música joven, los libros de magia, el rinoceronte, etcétera. Pero lo que más odio, con toda la fuerza de mi alma, es el calor.
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.