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Pausa
En Mercedes existe el GIFAD (Grupo Investigador de Fenómenos Aeroespaciales Desconocidos), que agrupa a todos los mercedinos que alguna vez vieron algo raro volando. Yo les dije mil veces que los ovnis somos nosotros mismos en el futuro, pero ellos nunca me hicieron caso. Ahora, que tengo página web, puedo gritarlo a los cuatro vientos.
Nadie en esta familia creyó nunca en el Caio, y mucho menos en su don artesanal. Esa es la verdad. Lo dejábamos hacer soreting porque pensábamos que ya crecería, pero nunca sospechamos que podría llegar a nada serio.
Desde el sábado a la noche estamos en Lago Puelo. Ayer a la tarde, tirada en una reposera mirando el cerro, trataba de acordarme cuándo había sido la última vez que estuve así, panza arriba y sin pensar en nada. Y descubrí que ya pasaron quince años desde mis últimas vacaciones en serio.
Los hombres son vagos, maleducados y medio pelotudos, pero a la hora de armar algo con motor se redimen y nos conquistan. Yo siempre pensé que deberían vivir adentro de un taller mecánico. El esfuerzo que hicieron ayer los varones Bertotti y los vecinos del barrio no tiene nombre. Bueno, sí, tiene nombre: le pusimos «El bólido rojo», y con eso estamos recorriendo el país desde esta tarde.
Nos vamos al Sur, de vacaciones imprevistas. Mientras escribo esto, a las apuradas, Zacarías está en el teléfono averiguando horarios de ómnibus. Don Américo está en su habitación haciéndose la valija y cantando canzonetas felices. El Caio y la Sofi, incrédulos todavía, sonrientes, con los cachetes colorados, no pueden entender que van a conocer la nieve.
Luchía nos dejó la casa llena de alegría y dibujos. Nos llenó de besos, de acento milanés, de cariño, y se fue a la Patagonia a buscar a su madre, a la que no conoce. El Nacho, enamorado como nunca lo vi en mi vida, se fue con ella.
Don Américo llegó de Europa renovado, erguido, nuevo. Colgada del brazo izquierdo traía a la sobrina nieta Luchía, una chica que no habla una palabra en cristiano pero que ya sentimos como de la familia.
Hace muchos años don Américo se fue a su habitación a hacer la valija más triste de su vida. Su madre, a la que nunca más iba a ver, le dijo antes de que el hijo partiera: «Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te irá mal en la vida». El pequeño cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma y no se las olvidó nunca.