Este es un viaje raro, porque me estoy despidiendo de la casa y de los hábitos. Cuando tuve el infarto, en diciembre, no pude volver ni siquiera a juntar mi ropa, porque los médicos no me dejaron subirme a los aviones. Ahora, que sí puedo volver unos días, le estoy diciendo chau a las rutinas y a los muebles.
Cuando me subí al avión para venir a Sant Celoni metí en la valija unos videos de la «Obra en Construcción» que estoy haciendo en Buenos Aires, para que Nina y Cris pudieran verme en acción a mí y al resto de mi familia.
Porque no solamente se sube Chichita al escenario, sino la mayoría de los primos y tíos de Nina; por eso me pareció que le iba a gustar verlo, aunque sea en el televisor. A pesar de las caras familiares conocidas, mi hija se fascina más cuando ve a Diego Peretti, o a Kevin Johansen, o a Mercedes Morán «actuando» conmigo. Le gusta mucho la farándula argentina, y eso me pone orgulloso. Me hace sentir que la eduqué bien, los años que estuvimos juntos.
El domingo preparé un asado en el jardín de la casa, para los amigos. Hacía cuatro meses que no los veía. Como es lógico, se sorprendieron de verme más flaco y menos sedentario. Les conté que ya no fumaba, que comía sin sal, que había empezado a hacer ejercicio, que estaba enamorado y que vivir en Buenos Aires me hacía feliz. Horacio Altuna me preguntó si semejante cambio se debió al miedo del infarto.
Y yo le respondí que no. Le dije que el infarto no me había dado miedo, sino que me había confirmado un grandísimo error de cálculo. Y entonces le confesé algo espantoso que nunca me había animado a decir en voz alta.
Le dije que hasta diciembre del año pasado (es decir, hasta hace cinco meses) yo estaba seguro de que me iba a morir este año 2016. Lo había asumido con cierta resignación y no creía que se pudiera hacer nada. De hecho, no me hacía chequeos médicos porque la única novedad de los resultados era saber dónde estaba mi cáncer, en qué parte del cuerpo.
Yo estaba seguro de tener un cáncer que me crecía, agazapado, en el cuerpo. Y no quería saber dónde. No quería saber nada, para no pasar mis últimos meses sintiendo la compasión de todos en la nuca.
Entonces me inventé un sistema buenísimo: comer huevos con panceta todos los días y fumar el doble que de costumbre. Lo que quería era morirme de un infarto sin padecer agonías, como le corresponde a un gordo sedentario y fumador de cuarenta y cinco años.
Se podría pensar que esto lo estoy diciendo ahora con mi típica exageración literaria, y con el diario del lunes en la mano, pero por suerte tengo un blog donde suelo escribir las boludeces que pienso. Y en un cuento del 1 de julio de 2014 (un año y medio antes de mi infarto) lo contaba así:
«(…) lo estoy pensando en serio: soy gordo, fumo como un chancho, me angustia el fútbol y, para peor, estoy justo en los ‘cuarenta y pico’, la edad en que suelen morirse todos los gordos que fuman y se angustian». (Leer completo)
Yo estaba seguro, muy seguro, de que no iba a pasar de los cuarenta y cinco años. Y ojo, no lo pensaba desde el año pasado. Empecé a saberlo cuando cumplí cuarenta. Fueron cinco años enteros de resignación silenciosa. De comer y de fumar como si fuera la última cena de mi vida.
En el asado de este domingo, mientras comía ensaladas y carne magra sin sal, le explicaba a Horacio justamente esto. Que el infarto que tuve en diciembre en Uruguay no me dio miedo, ¡porque lo esperaba! De hecho lo esperaba ansioso. Lo prefería al cáncer que sospechaba que ya tenía adentro.
Siempre es mejor morirse de repente y sin enterarte de nada (como le pasó a mi papá), que morirte de a poquito, mirándole la cara de tristeza a todos los que te quieren, tosiendo sangre en una escupidera o leyendo novelas largas durante las sesiones de quimio.
Pero entonces, justo cuando me tenía que morir como decía el guión, pasaron dos cosas raras que no estaban en mis planes.
Cosa rara número uno: aparecieron unos patrulleros en Montevideo que no me permitieron morir infartado, porque me llevaron demasiado rápido a que me salvaran la vida.
(Esto ya lo conté y no voy a repetirlo, pero la escena fue tan rara que hace unos días, en Vancouver, el fundador de AirBNB le contó la peripecia a miles de canadienses. Hay que iniciar el video a los 11:09).
Y cosa rara número dos: en el Hospital de Clínicas uruguayo, después de que me abrieron el corazón, me pusieron el stent y me estabilizaron, el doctor me hizo un chequeo completo, ¡sin mi autorización!, y me informó que no tenía ningún cáncer.
«¿Está seguro?», le dije. «¿Usted se fijó bien en todos los rincones?».
«Tiene un poco de colesterol, Casciari. Pero cáncer no».
«Entonces… ¿no me voy a morir?».
«Depende», me dijo el doctor. «Si usted sigue con su vida como hasta ahora, va a reventar en dos semanas como un sapo».
«Muchas gracias por el tecnicismo», le dije.
«Pero si deja de fumar, si camina todos los días seis kilómetros y se olvida de la sal y de las grasas, puede vivir otros cuarenta años».
Esa fue la conversación más rara que tuve con alguien vestido de blanco. Yo no tenía cáncer. Y no me estaba muriendo. Y podía vivir una nueva serie de años… Solamente había tenido un error de cálculo, nada más que eso.
Y descubrí algo todavía más increíble, en aquella conversación montevideana. Descubrí que si hacía tres pelotudeces muy fáciles de hacer (caminar, no fumar, comer sano) quizás podría ver el Mundial de Argentina/Uruguay 2030.
Quizás podría escribir alguna otra novela.
Quizás podría ver jugar en primera al hijo del Kun y Gianinna.
Y sobre todo algo que de verdad no estaba en mis planes: quizás podría conocer la cara del primer hijo de mi hija.
«¿Entendés? No tuve miedo», le dije a Horacio el domingo. «El infarto fue lo más sano que me pasó en la vida».
Ayer lunes Nina me acompañó a caminar. Incluso de vacaciones en Barcelona tengo que hacer algunos kilómetros por día, por recomendación del cardiólogo. Durante la caminata mi hija y yo hablamos un poco de la separación, del cronograma anual que nos permitirá vernos cada dos meses y también de la pérdida de algunas rutinas que teníamos y que ya no vamos a tener.
En un momento nos pusimos los dos un poco nostálgicos por las pequeñas cosas que ya no vamos a poder hacer juntos. La aplicación del teléfono indicaba que habíamos hecho 4.513 pasos (es decir, 3.3 kilómetros). Ya es abril en Sant Celoni; hay bastante sol en la montaña. Nina me miró, sin dejar de caminar:
«Es verdad que vamos a vernos menos», me dijo. «Pero mirá: hoy caminamos juntos más tiempo que todos los años que pasaron».