Tenía 23 años y, aunque no era la primera vez que estaba en lo más profundo de una crisis, nunca había pegado semejante volantazo en medio de la tormenta. En el tren, aun antes de llegar a Rosario, ya pude percibir esa paz liberadora que nos invade cuando somos jóvenes y no sabemos, ni nos importa, lo que va a pasar con nuestra vida. Respiré igual que un resucitado y, mientras pasaban las estaciones como películas de trasnoche, recompuse mis pedazos por el reflejo de la ventanilla.
Hasta aquel punto final, hasta la tarde que en un bar de Junín y Rivadavia escuché la sentencia más triste del mundo: «Me cortaron las piernas», había puesto mi crisis en pausa a raíz del Mundial de Fútbol. El torneo empezó justo en medio de mi depresión, y fue la mejor excusa para postergar la debacle.
Desde el dos de junio tuve algo en qué ocupar la cabeza y no pensar en mí. Todos los días había un partido, y por primera vez Argentina era un equipo que me gustaba. Lo dirigía Basile y estaba Maradona. No podíamos perder. Confiaba ciegamente en el triunfo porque, si ganábamos, quizás me olvidaría —camuflado mi cuerpo entre festejos y bocinazos— que alguna vez había perdido la brújula. Pero no contaba con el dopaje, y la cortina de humo se disipó temprano. Chau al Mundial.
Por herencia paterna, no había podido disfrutar de las dos finales anteriores. En casa somos de Racing en serio. Y un hincha de Racing no festeja los triunfos de Bilardo. Ahora me parece surrealista, incluso snob esa postura, pero en las finales del ’86 y del ’90 en casa se gritaban los goles de Uruguay.
En Italia ’90, Roberto y yo nos abrazamos cuando Andreas Brehme metió el penal esquinado, igual que cuatro años antes habíamos apagado el televisor con bronca después de la carrera agónica de Burruchaga. Durante mucho tiempo esa excentricidad me pareció legendaria, un punto a favor en mi biografía. En cambio ahora que estoy lejos de Buenos Aires (ahora que soy capaz de enloquecer de alegría por una triste medalla olímpica en canotaje) me avergüenza no haber festejado la gesta del ’86.
Ocho años después, cuando por fin quise reivindicarme, se me acabó el Mundial en octavos y me reencontré de golpe con una vida vacía de epopeyas. Unos meses antes me habían caído del cielo mil y pico de dólares en un premio literario y aproveché el dinero para escapar una larga temporada a la intemperie, solo, a ver si era capaz de encontrar la pasión esquiva.
En esas épocas yo pensaba que a los veinticinco años me sonaría la campanada final de la literatura; sentía que me quedaba poco trecho y que todavía no había escrito una sola novela decente. Ahora, que tengo treinta y tres, ya no me pongo esos límites temporales para casi nada. Tampoco escribo novelas, es cierto. Pero entonces era espantosamente necesario para mí ser escritor: lo deseaba con la misma fuerza que hoy deseo ser feliz.
A principios de aquel año ’94 había empezado a leer como un loco a Juan Filloy. Además de Maradona y su desgracia mítica, el narrador cordobés había propiciado también ese viaje. En su novela Op Oloop había leído una frase que me empujó a desprenderme de todos los contextos: «La soledad es el placer de la propia perspectiva», escribía Don Juan en 1932. Sigo pensando que es una de las verdades más redondas que se han dicho nunca.
Entre los pocos libros que llevaba en mi mochila, había un par de mi admirado Filloy y la obra poética de César Vallejo. Casi nada más. El 18 de julio, en un pueblo perdido de Santiago del Estero, estaba leyendo el poema «Los Nueve Monstruos», del peruano, cuando una radio cercana me avisó del atentado en la AMIA. El párrafo que leía en ese momento me pareció una señal:
«(…) jamás tan cerca arremetió lo lejos,
jamás el fuego nunca
jugó mejor su rol de frío muerto.
Jamás, señor ministro de salud,
fue la salud más mortal».
El viaje estuvo lleno de códigos secretos como ése. Señales imperceptibles, guiños que a simple vista no querían decir nada pero que, tan frágiles mis huesos y tan necesitado yo de milagros, significaban muchas cosas y me hacían tener esperanza.
Una tarde que nunca voy a olvidar terminé de leer, de un tirón, una novela de Don Juan —era Caterva— y sentí una profunda reconciliación interior. Me supe, digamos, casi feliz después de muchos meses. Yo estaba en Salta, a punto de pasar a Bolivia, sentado en la mesa de madera de un camping abandonado, en patas. Di vuelta el libro para revisar la solapa (esas cosas que hacemos para no concluir un buen libro, para que siga en nuestras manos un poco más) y allí, en la reseña, estaba la más grande todas las señales:
«Filloy nació en Córdoba el 1º de agosto de 1894 —leí—; de madre francesa y padre español, compartió la vida y el trabajo con sus seis hermanos en el…»
Interrumpí la lectura biográfica con el corazón latiéndome en la yema de los dedos. «1º de agosto de 1894»: increíble. Hacía ya dos meses que vagaba por pueblos perdidos, haciendo reportajes a brujos y calesiteros, a toda clase de gente marginal que tuviera algo extraño que contar, sacándole fotos a manchas de humedad que parecían la cara de un cristo, pescando bogas. No tenía idea de la fecha en que vivía. Casi de casualidad estaba al tanto de la provincia que pisaba, y a veces ni eso. Pero sí sabía algo: que hacía frío y que era invierno. Y otra cosa más. Que estábamos en 1994. Por eso tuve la corazonada.
No sé a quién le pregunté:
—Qué día es hoy, maestro —y crucé los dedos.
Me dijeron que martes. Martes 31 de julio de 1994. Por primera vez me sentía apurado para llegar a algún sitio. Tanteé en los bolsillos cuánta plata me quedaba: había que salir ya mismo si quería estar a tiempo.
Hice dedo hasta Ojo de Agua: me llevaron unos santiagueños que traficaban fotocopiadoras en una combi. Nunca entendí el negocio, pero tenían porro y contaban buenos chistes sobre tucumanos. Y esa misma noche —con la ansiedad más grande del mundo— me encontré maldurmiendo en un micro que se dirigía, por fin, a la provincia de Córdoba.
Deshacer el camino en busca de señales que me mantuviesen vivo, que me devolvieran la pasión. En eso consistía la cura, y yo comenzaba a descubrirlo. Por fin me sentía pleno, otra vez ubicado en el surco del mundo que me correspondía.
(En ese viaje pensé, por primera vez, que la vida está grabada en los surcos de un longplay, y que uno es la púa ciega que rasguña el vinilo. Lo difícil no es que suene la música —siempre suena—, sino dar con el surco que a cada cual le corresponde. Una crisis es un salto antiestético en la canción. Encontrar otra vez la música correcta puede resultar muy complicado. A veces no ocurre nunca y enloquecemos. La locura es un disco rayado, es la desesperación que le hace repetir al desequilibrado la misma historia triste siempre.)
Cuando llegué a la capital cordobesa eran las nueve de la mañana. Juan Filloy, el escritor vivo más grande de la Argentina, un hombre irrepetible del que había leído párrafos maravillosos durante los últimos meses, comenzaba a cumplir cien años. Si yo estaba allí, era porque había recuperado la música perdida.
Toda la angustia acumulada quedaba atrás. Ésa había sido mi última crisis, la más dulce de todas, la que recuerdo con más respeto, porque vencí. Esa mañana, renovado y sonriente, respiré hondo y me fui en ayunas a la casa de Don Juan. Avenida Buenos Aires, número 26. Sentía que aquel hombre, nacido en el siglo diecinueve, tenía muchas cosas que decirme. Prendí un cigarro para paliar el frío, o para matar los nervios.
Antes de tocar el timbre y de que Don Juan me recibiera con su generosidad centenaria, antes de que ocurriera la conversación que contaré mañana, supe que alguien, en alguna parte, me estaba dando la vuelta, y que empezaba a sonar, armonioso, el Lado B del resto de mi vida.
Nota. Este texto es la primera parte de un conjunto, que concluye con Lado B: canciones lentas.