Cuando su hija Monique se acercó con dos tazas de té, una para su padre, una para mí, y me aconsejó que le hablase muy fuerte porque «papá está sordo como una tapia», no adjudiqué la sordera a la vejez, sino a la exageración capilar de Don Juan. Las cejas también las llevaba muy pobladas, como si tuviese dos ovejas encima de los párpados.
Filloy estaba de buen humor; en piyama. El buen humor era porque había llegado al centenario (pocas veces vi a nadie que le diera tanta importancia a las cifras); el piyama, me dijo, era su overol de trabajo.
—¿Entonces sigue escribiendo? —me sorprendí.
—Siempre. No hubo un solo día que haya dejado de hacerlo.
Pensé cómo podía haberme cansado tan pronto, de escribir o de vivir, si no llevaba ni la cuarta parte de traqueteo que él. Estuve a punto de preguntarle cuál era el truco, pero me pareció una pregunta de redactor de revista dominical, y me mordí el labio.
Hoy le hubiera preguntado cosas cursis con absoluta naturalidad; en aquellos tiempos —por una enorme pacatería interna— yo quería parecer inteligente y le hice preguntas literarias. Quise saber si era cierto que Borges y él se odiaban tanto.
Entonces me contó una anécdota increíble que lo pintaba de cuerpo completo:
—Yo soy mayor que Borges —me dijo, y me dio la impresión estar hablando con un fantasma vanidoso—. Hace muchísimos años, cuando éramos jóvenes, le envié una copia de mi libro «Estafen». Era una edición de autor y se la dediqué, como se usaba entonces —se ríe, recordando, y dibuja unas letras en el aire—: ‘Con afecto, Juan Filloy’.
A Don Juan nunca le gustó salir de Río Cuarto, su ciudad natal. Era un antiporteño. Pero años después de ese obsequio literario, tuvo que viajar a Buenos Aires por cuestiones personales y aprovechó para ir a las librerías de Corrientes, donde había volúmenes que en Córdoba no se conseguían.
—Buscando entre los libros usados, encontré uno mío —recuerda—. Era «Estafen». Me resultó muy raro, porque yo hacía ediciones sólo para los amigos. Cuando lo abrí, encontré con sorpresa la dedicatoria —me mira y sonríe—. ¡Era el libro que le había regalado a Borges!
—Qué hijo de puta —se me escapa—. ¿Lo había vendido?
—No lo culpo —me dice, irónico—: estaría necesitado.
—¿Y usted alguna vez se lo reprochó a Borges?
—No —se espanta—. Eso no hubiera sido muy diplomático… Hice algo peor —y le brillan los ojos como a un chico—. Compré el libro, me volví para casa, y se lo mandé otra vez de regalo. Abajo de la primera dedicatoria, escribí otra: ‘Con renovado afecto, Juan Filloy’.
Cuando se ríe muestra una dentadura postiza perfecta, y parece un caballo blanco que estuviera a punto de morderte de alegría. Es un hombre increíblemente robusto; los años se le notan en el cuerpo, pero no en la cabeza. Me trata de usted, y eso me parece extraño.
Le pregunté qué leía (sentía curiosidad por saberlo) y me respondió que sólo a los clásicos. Entonces quiso saber:
—¿Usted lee sus contemporáneos? —y me mira— ¿Qué es lo bueno ahora?
Con ingenuidad o desparpajo, le recomendé leer a Paul Auster.
—No, no —mueve la cabeza, negando, y los pelos de las orejas le bailan como dos manijas de algodón—. Era por saber nomás. A esta altura no puedo arriesgarme con lecturas nuevas. Ya me estoy haciendo viejo, y tengo que ir a lo seguro.
Me repitió, sin vergüenza, lo que no se cansaba de decir a todo cristo desde hacía ya mucho tiempo: que quería ser el único escritor del mundo en vivir tres siglos:
—Nací en el diecinueve —enumera—, estamos en el veinte, y no tengo interés en morirme hasta el ventiuno.
Deseé con todas las fuerzas de mi alma que pudiese conseguirlo, y se lo dije. Envalentonado (porque el tema lo había sacado él) me animé a preguntarle entonces por el truco. Cómo era capaz de vivir tanto y tener, además, las ilusiones intactas.
Entonces se levantó. No le costaba caminar, pero sí incorporarse. Y volvió con un álbum y un periódico. Buscó una foto en el álbum y me la mostró. Era, me dijo, un daguerrotipo, la prehistoria de las fotografías. Vi a unos quince o veinte escolares de seis o siete años, posando en la escuela rural General Belgrano.
—¿Usted podría adivinar cuál soy yo? —me reta.
Hice dos intentos fallidos, señalando cabezas de niños idénticos, mientras él me miraba con picardía y negaba. Me rendí. Entonces, sin señalar a ninguno, me dio una pista muy fácil:
—Si se fija bien, uno solo de estos querubes está sonriendo —era verdad: había un niño, un poco cabezón, a la izquierda de la imagen, que miraba la cámara con alegría; los demás, en cambio, parecían espantados.
—Ahora mire esta otra foto —me dice, y me muestra una página cultural de «La Voz del Interior» con fecha reciente.
Estaba él, Don Juan, junto a tres o cuatro viejas decrépitas, el Gobernador Angeloz y un poeta de Buenos Aires de apellido Redondo, en un homenaje que le hacían por su centenario, en la Gobernación.
—Esta es la última foto que me han hecho hasta el momento —y se señala con el dedo en el papel prensa—. ¿Ve? También soy el único que está sonriendo, mezclado entre toda esa gente tan triste. Yo siempre soy el que se ríe en medio de la solemnidad… Ahí lo tiene, al truco.
Hablamos de otras cosas, pero ahora se me escapan de la memoria. El reportaje completo apareció, en agosto de aquel año, en el semanario mercedino «Protagonistas», pero yo estoy lejos como para consultar esa fuente y compartir otros pasajes. Narro estos fragmentos porque los tengo grabados en la memoria, igual que a esa época irrepetible.
Nunca como esa mañana, conversando con aquel escritor secular que admiraba, tuve tan nítida la certeza de que estaba ocurriendo, en mi historia personal, aquello que llamamos ‘un momento bisagra‘, un quiebre sutil que separa la vida en dos partes con una finísima carátula. Por lo general nos enteramos de estas grietas mucho después, en el sofá de un sicólogo o escribiendo un cuento. Esa mañana cordobesa, lo supe mientras ocurría.
Años después, en julio del 2000, decidí hacer otro viaje. Uno más largo, intercontinental, definitivo. Un viaje que me llevaría, quizás, al amor final y a la construcción de una familia. La tarde del 15 de julio le dije a Cristina que me iría con ella a vivir a Barcelona. Ni ella ni yo sospechábamos que, no mucho más tarde, la aparición de Nina iba a convertirnos en las personas más felices del mundo.
Pero hubo una señal aquel día: la tarde del 15 de julio de 2000, el único escritor que había logrado vivir tres siglos, un hombre sereno como las canciones lentas, murió mientras dormía la siesta, a punto de cumplir 106 años.
Entre mi visita y su muerte, había escrito tres novelas más, todas con títulos de siete letras.
Leí la necrológica en Clarín, con una sonrisa en la boca, sin tristeza, y supe que mi segundo viaje, como el último viaje de Don Juan, también merecía tener un final feliz.
Nota. Este texto es la segunda y última parte de un conjunto, que inicia con Lado A: música ligera.