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Pausa
Diecisiete años tendríamos, Chiri y yo, mi mejor amigo y yo. Estábamos en mi pieza de arriba escuchando Pescado Rabioso y suena el teléfono. Atiendo y del otro lado alguien dice un color y un apellido. Y yo me pongo pálido. Tapo el auricular y le digo a Chiri, asustadísimo: —¿Sabés quién llama? El Negro Sánchez está llamando.
Yo escribía poesías en mi adolescencia. Soneto, verso libre. Y también miraba, a escondidas de mi papá, novelas en la televisión: Rosa de lejos, Los ricos también lloran, El derecho de nacer, Un mundo de veinte asientos…
Tengo la teoría de que la cabeza, o más bien no la cabeza, tengo la teoría de que el cerebro tiene un espacio limitado y que cada vez que memorizás una información, hay otra información más vieja que se cae, que se pierde.
Cuando Cristina y yo nos separamos, después de quince años de convivencia, nos pusimos orgullosos por haber tomado una decisión tan importante sin gritos, como gente educada. Pero enseguida nos topamos con un problema: no sabíamos cómo darle la noticia a nuestra hija de once años.
El mes pasado me invitaron a presentar un libro en Buenos Aires. Y como era un libro sobre fútbol, al final de la charla el director de la editorial nos invitó a jugar un partido de metegol (ese invento español al que sus creadores llaman, erróneamente, futbolín). Hacía años que no jugaba al metegol, pero por suerte me tocó de compañero un filósofo muy prestigioso y pudimos ganar. Nuestros contrincantes eran el autor del libro y el director de la editorial. De los tres, a este último lo conocía desde la juventud.
Hoy, catorce de julio, se cumplen veinte años de un hecho intrascendente que (por mi culpa) generó malestar diplomático en un país hermano y le trajo problemas a mi mejor amigo Chiri. Tiene que ver con el robo de símbolos patrios en territorio extranjero. Específicamente, un retrato presidencial. Lo conté hace cinco años en la revista Orsai (ese fue mi error), pero es necesario refrescarlo en este aniversario. Ocurrió el 14 de julio de 1995 y ya es hora de que se levante ese castigo injusto.
Era un loft hermoso, amplio, casi sin muebles. Lo más caro que le compré fue un sommier de plaza y media, con resortes bicónicos, porque en 1998 lo único que me importaba era dormir. Se lo alquilaba a un alemán viudo que vivía en el primer piso con su hija. Hans era un pelado de ojos tristes que recibía el Deutsche Post. Sandra tenía mi edad, unos veintisiete. Cuando Hans me alquiló la casa y me explicó los detalles, no me avisó que su hija tenía problemas.
Hoy se cumplen veinte años de la peor desgracia de nuestra juventud y es hora de que la cuente. Cuando sos joven y te mandás una cagada, le echás la culpa a la imprudencia. Pero la crueldad no es joven ni es vieja. Durante estos años me quise convencer de que todo fue una fatalidad. Pero no: lo que le pasó al Colorado Ulmer la madrugada del 14 de agosto de 1994 fue, sobre todo, culpa nuestra.
Hernán Casciari nació en Mercedes, en 1971, y todo lo que sigue es relativo o fragmentario. Nadie es como informa su biografía. En realidad, nadie es de una manera única o lineal. Pensaba en esto ayer porque —en medio del rediseño de este blog— quería actualizar el apartado «El Autor». Estaba a punto de agregar datos nuevos, y de repente me quedé en blanco. ¿Quién soy realmente? Y sobre todo, ¿quién debería explicarlo?