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Pausa
Yo escribía poesías en mi adolescencia. Soneto, verso libre. Y también miraba, a escondidas de mi papá, novelas en la televisión: Rosa de lejos, Los ricos también lloran, El derecho de nacer, Un mundo de veinte asientos…
Lo que voy a contar pasó cuando todavía existían las pesetas, exactamente el día que me quedé sin ninguna. Con treinta años recién cumplidos, yo vivía en una pensión del barrio de Gràcia. Una cama, un escritorio, el baño afuera. Hacía poco que estaba en Barcelona y Cristina ya me había empezado a pagar los cigarros.
Hubo un tiempo en que a las personas que compartían una misma lengua en diferentes regiones (México, Argentina, España) les resultaba imposible, o por lo menos carísimo, conversar.
De chico coleccionaba estampillas. Las que más me gustaban eran las de los países que no existían más: Letonia, Estonia y el Tibet. Ahora hay muchas más naciones que no existen, que cambian el nombre, que desaparecen. La semana pasada, mirando la inauguración de los Juegos Olímpicos, me puse a pensar cómo sería el mundo si dejaran de existir los países de siempre.
Creo que vuelvo al amanecer con gripe, que no hay escuela, y entonces me quedo en la cama a descubrir la televisión matutina, que es muy rara: primero Telescuela Técnica, después las Manos Mágicas y a las once Patolandia el programa feliz. A dejarme poner la bolsa de agua caliente en los pies. A eso creo que vuelvo cuando voy. Pero también a otras cosas.
Anoche pasaron otra vez Los puentes de Madison, y siempre que agarro esa película en el zapping me digo lo mismo: «Mirta no la mirés, cambiá de canal Mirta». Yo no sé lo que me pasa con esa historia, es como que me hipnotiza y no me deja apretar los botones, ¡y después de verla me agarran unos calores en el bajo vientre! Unas ganas de despertarlo al Zacarías me agarran...