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Pausa
Una mañana hubo una especie de simulacro de bombardeo en medio de la guerra de las Malvinas, en mi escuela. Yo estaba en la primaria, me cagué de un susto abajo del pupitre. Y ya de grande, no hace mucho, me escribí una carta, a mí mismo, al pasado, que dice así.
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando me hice grande, a los veinticinco, Mercedes dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi papá, en 2008, dejé de ir para siempre.
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando me hice grande, a los veinticinco, Mercedes dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi papá, en 2008, dejé de ir para siempre.
Anoche me encontré por Cabildo con un compañero de la primaria que no había visto nunca más desde hacía ochenta millones de años. Fue horrible verlo. Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad. Se agigantan de una manera perversa, se deforman.
Durante toda la infancia arruiné las fotos. Todas las fotos. Las primeras veces que lo hice me festejaron la gracia, se creían que era un gordito extravagante. «Dejálo, dejálo, que está llamando la atención». Para mí no era una gracia. Yo no lo hacía queriendo. En el momento exacto del clic, no importaba si era una foto grupal, pautada, espontánea, justo en el momento del clic, mi cuerpo hacía un estertor que no podía ver el ojo humano, pero el ojo mecánico de la máquina de fotos sí lo atrapaba, e instantáneamente me quedaba esa cara. Así todo el tiempo, en todas las fotos.