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Pausa
Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
La cosa más ridícula que conservo desde los dieciocho años es la llave que abre la puerta de mi casa. Es lo único que no he perdido. Y también lo único que no he podido usar. Además de eso, lo he perdido todo: mi carné, mi carpeta de dibujos, mi primera chaqueta buena, mi billete de la suerte (era un dólar), mi maquinilla de liar cigarros y mis naipes Fournier edición de oro. El doctorcito V. sospecha que también he perdido la razón, pero eso no es un objeto.
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.
Cuando mi necesidad de no ser yo es tan fuerte que pensar en un futuro mejor me resulta imposible, entonces pienso en un pasado mejor. Me digo que yo no nací en mi familia, me convenzo de que no estoy aquí encerrado por razones de salud. Lo que hago (y me funciona muy bien) es creerme que todo es un culebrón. Lo bueno que tienen los culebrones es que, si eres el protagonista y estás encerrado, te escapas en el capítulo tres. A mi me hubiese encantado nacer venezolano, o colombiano, o de cualquier país exportador de culebrones.
Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».
De los treinta y dos internos que estamos aquí, once se han ido a pasar el fin de año con sus familias. El hospital, además de frío, parece ahora rasurado, como las ovejas después de que las esquilan para quitarles la lana. Las ovejas rasuradas siguen siendo las mismas, pero parecen otras, más pequeñas, más desprotegidas. El hospital también. El doctorcito V. y la enfermera Sara (los únicos cuerdos amistosos) se han despedido de nosotros hasta el día dos de enero. Estoy casi solo. Casi hundido. Tan desganado que no se me ocurre siquiera escapar por el muro bajo.
El 12 de septiembre de 2098 Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de 23 años. Al llegar a esta época, Woung me deja un mensaje en el contestador: "Hola, estoy buscando a Hernán Casciari, mi nombre es Woung. Usted no me conoce pero yo sí... Quisiera verlo. Llámeme por favor", y me da el número de un teléfono móvil.