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Pausa
En la infancia todos nos damos cuenta si nuestra madre es extrovertida. Cuando yo invitaba amiguitos a mi casa, Chichita, mi vieja, no se limitaba a traer los vasos de Nesquik y desaparecer.
Anoche le contaba a mi hija el cuento de Hansel y Gretel. Y en el momento en que los hermanitos se pierden en el bosque y empieza a anochecer (en esa parte tétrica del cuento) mi hija, en vez de asustarse, me dice:
Las personas que no tienen la costumbre de leer creen que todos los libros son aburridos. A esto lo descubrí en el club Mercedes entre los diez y los doce años. Fue la época en que más libros leí y mejor jugué al tenis en toda mi vida.
El mes pasado me invitaron a presentar un libro en Buenos Aires. Y como era un libro sobre fútbol, al final de la charla el director de la editorial nos invitó a jugar un partido de metegol (ese invento español al que sus creadores llaman, erróneamente, futbolín). Hacía años que no jugaba al metegol, pero por suerte me tocó de compañero un filósofo muy prestigioso y pudimos ganar. Nuestros contrincantes eran el autor del libro y el director de la editorial. De los tres, a este último lo conocía desde la juventud.
Solamente puedo escribir cuando se me antoja. No tengo eso que se llama el oficio. Para peor, se me antojan pocos temas: mi hija, los cambios en la sociedad, el fútbol, la hipocresía en las relaciones y la exageración de un tiempo anterior o un sitio querido. En doce años de archivos no encontrarán más que variaciones sobre esos tópicos. También verán, si navegan un poco, un par de baches de silencio en el blog. Estoy en medio de uno.
Conocí a mi hemisferio derecho por casualidad, una tarde desesperada del año noventa y nueve. Mi vida entonces era un caos. Llevaba más de seis meses sin redactar un párrafo decente y estaba hecho un trapo; ya no sabía qué hacer con mi tristeza.