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Pausa
El mes pasado me invitaron a presentar un libro en Buenos Aires. Y como era un libro sobre fútbol, al final de la charla el director de la editorial nos invitó a jugar un partido de metegol (ese invento español al que sus creadores llaman, erróneamente, futbolín). Hacía años que no jugaba al metegol, pero por suerte me tocó de compañero un filósofo muy prestigioso y pudimos ganar. Nuestros contrincantes eran el autor del libro y el director de la editorial. De los tres, a este último lo conocía desde la juventud.
Solamente puedo escribir cuando se me antoja. No tengo eso que se llama el oficio. Para peor, se me antojan pocos temas: mi hija, los cambios en la sociedad, el fútbol, la hipocresía en las relaciones y la exageración de un tiempo anterior o un sitio querido. En doce años de archivos no encontrarán más que variaciones sobre esos tópicos. También verán, si navegan un poco, un par de baches de silencio en el blog. Estoy en medio de uno.
Conocí a mi hemisferio derecho por casualidad, una tarde desesperada del año noventa y nueve. Mi vida entonces era un caos. Llevaba más de seis meses sin redactar un párrafo decente y estaba hecho un trapo; ya no sabía qué hacer con mi tristeza.
En algún momento de este siglo descubrí que ya no quería escribir más como antes. Quiero decir: nunca más a solas, con la Olivetti en la cocina, viendo crecer las páginas sin mostrarle a nadie cada capítulo o cada cuento, sin la invasión permanente de los lectores, sin la adrenalina del borrador a la vista.
Las cosas empezaron con mal pie. Un grupo de editoriales en castellano encabezadas por Planeta, Random House Mondadori, Santillana, Wolters Kluwer, SM, Grup62, Roca Editorial, Anagrama, Maeva y Siruela, se unieron en un portal del internet llamado Libranda, para ofrecer al público el mayor catálogo de libros electrónicos en idioma español. Hasta aquí ningún problema, incluso al contrario.
Hay una licencia poética latinoamericana que al español medio le gusta poco, y tiene que ver con la utilización del gentilicio ‘gallego’. No solo se enfadan por incomprensión de sinécdoque (ese tropo por el cual representamos la parte por el todo) sino que también se molestan porque en algunos países la palabrita es sinónimo de tonto o poco espabilado. Es decir, se enojan también por incomprensión de metonimia.
Todavía no he visto a nadie en el tren con un libro electrónico (ebook, para los modernos), pero las grandes empresas ya se están pujando para posicionarse en el mercado. Saben por experiencia que hay que apostar a la monopolización de las costumbres.