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Pausa
Toda mi vida he asociado la noche de reyes con un olor y un sonido. A las madrugadas del cinco al seis de enero, como toda criatura ansiosa, yo no las dormía sino que las soportaba en vela, conteniendo la respiración e intentando escuchar los pasos de los camellos sobre el mosaico. En la oscuridad de la noche, sin embargo, solamente se podía distinguir el runrún del ventilador. Ahora ya soy grande, pero cada vez que me despierto con el ventilador prendido, el corazón me late como si al lado de mis zapatos pudiese haber regalos.
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa «colita de cuadril» cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
Lucas y Alex tienen previsto encontrarse en la placita del hospital, como cada tarde, pero una tormenta les modifica los planes. Desde sus casas, aburridos de ver el chaparrón por la ventana, se conectan a internet y mantienen su charlita de siempre, esta vez separados por seis cuadras de distancia.
Creo que vuelvo al amanecer con gripe, que no hay escuela, y entonces me quedo en la cama a descubrir la televisión matutina, que es muy rara: primero Telescuela Técnica, después las Manos Mágicas y a las once Patolandia el programa feliz. A dejarme poner la bolsa de agua caliente en los pies. A eso creo que vuelvo cuando voy. Pero también a otras cosas.