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Pausa
Hace unos doce años (o quizás más, porque tengo el recuerdo del viejo logotipo de Nuevediario), ocurrió en un informativo algo único.
Tengo infinidad de recuerdos infantiles alrededor del tema. Elijo uno al azar. Una vez, en un recreo, alguien notó que yo tenía tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo: «Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras». Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me miré al espejo y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida. No me pareció bueno experimentar el romanticismo en desventaja.
Íbamos en un taxi por la avenida Álvarez Thomas. Al llegar a la esquina de la calle Lugones el semáforo nos detuvo y entonces pude mostrarle a mi hija la fachada de la casa: «Mirá, Nina, fue ahí; en ese balconcito el Chiri me acuchilló». Mi hija alzó la cabeza y vio la ventana triste que todavía, veinte años después, estaba sin pintar. Se emocionó al reconocer el escenario: fue como si hubiera llegado al bosque original de Caperucita y el lobo. Después me pidió que le mostrara la cicatriz y que le contara otra vez el cuento.
Voy a contar algo que ocurrió hace un mes y que, por un momento, nos pareció un milagro de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un cuentito fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
Fría mañana de sábado en Mercedes. En la vereda oeste de la casa velatoria Rossi un pequeño grupo de personas fuma en silencio y hace tiempo para entrar. En el interior de la sala hay otros corrillos, otros grupos, que conversan en voz baja de espaldas a un ataúd donde reposa el cadáver de un viejo. Casi todos los concurrentes son personas mayores vestidas de negro. Por eso destacan, junto al féretro, dos niños de cinco años. LUCAS acaba de llegar. En cambio ALEX está allí desde temprano.
Ya de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia, sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque estaba recién nacido.
Cuando nació la Nina no tuve ganas de escribir sobre otra cosa que no fuera el descubrimiento de la paternidad. Yo mismo notaba, en los ojos de todos, el cansancio de mi discurso baboso. En Orsai intenté controlarme, y prometí que sólo escribiría sobre el tema los días veinte de cada mes, y así lo hice durante el primer año. Después conseguí calmar el borbotón, al menos de puertas para afuera. La semana pasada Nina cumplió cuatro años, y hoy casi somos día veinte... Es un buen momento para volver sobre el asunto.