Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
Le dije a mi madre que me soltaban a las nueve de la mañana del martes, para poder salir tranquilo a las ocho y que nadie me estuviese esperando. Me abrió la puerta el doctorcito, que estaba emocionado. Me palmeó y me dijo: «Hala, vete ya». Me estaba esperando un taxi, y yo apretaba un billete de veinte en la mano. En la otra tenía la maleta, con un poco de ropa y mi garrote.
Entre muchas otras cuestiones, el doctorcito V. me pregunta (documento en mano) si deseo donar mi cuerpo a la ciencia.
—¿Ahora?
—No, hombre —me dice—. Después de muerto.
Cada vez que mi madre se va de aquí (me visita los martes y los jueves), camina hasta el portal del patio, me mira a los ojos desde lejos y me hace una seña o un gesto extraño. Es una especie de guiño que ella cree que tiene conmigo. Algo secreto, supongo. Y yo nunca me atrevo a decirle que no sé qué coño me quiere significar con eso.
De niño dormía la siesta bajo el amparo arrullador de una máquina de coser que se llamaba Singer. Aquel era uno de mis sonidos preferidos. La aguja automática cabalgando sobre las telas. Yo cerraba los ojos e imaginaba una lluvia de meteoritos, o una balacera en la esquina, o, a veces, un gusano gigante mordiendo la manzana de mi barrio. Tacatacatac.
Los que estamos desde hace mucho aquí dentro nos preguntamos infinidad de cosas sobre vida cotidiana. Cosas que se inventaron cuando ya estábamos aquí y no hemos podido disfrutar, como por ejemplo el airbag, el puré instantáneo sin leche o el voto electrónico. ¿Cómo serán esas novedades? ¿Cómo serán el teléfono inalámbrico, la cerveza sin alcohol y los muebles de Ikea?
El miedo es un animal dormido que tengo dentro, un animal blanco y desconfiado (parecido a un oso polar) que duerme de día y se despierta de noche. Mi miedo se despierta cuando hay relámpagos en el cielo, o cuando chirría el portón del patio, o cuando la sombra de la ropa mal doblada se refleja en la pared con la forma de mi padre. Su perfil, su mano en alto, su boca abierta.
Cuando tenía diez años, la maestra nos hizo escribir quién era nuestro ídolo, y por qué. Ahora no recuerdo muy bien lo que escribí, ni a quién escogí como ídolo, pero sí recuerdo que casi todos mis compañeros de aula eligieron a su propio padre. Que mi padre esto, que mi padre lo otro... Entonces yo, para mis adentros, me pregunté: «¿Pero cómo es posible que la peña idolatre a un tío que lo único que hace es emborracharse y zurrarte?».
Cuando ocurre algo que nos llena de vergüenza o de humillación, la frase típica es «trágame tierra». Pero como yo creo muy poco en los milagros geológicos, cuando algo me da vergüenza solamente pido que se corte la luz. La oscuridad como escudo es igual de eficaz que un terremoto, pero mucho más probable (por lo menos en los países mediterráneos). En vez de «trágame tierra» yo suplico «córtate electricidad» o, si estoy en el patio «eclípsate, sol». Casi nunca pasa nada, pero siempre tengo a mano el plan B: «Abajo, párpados». Este último funciona siempre.
Cuando mi necesidad de no ser yo es tan fuerte que pensar en un futuro mejor me resulta imposible, entonces pienso en un pasado mejor. Me digo que yo no nací en mi familia, me convenzo de que no estoy aquí encerrado por razones de salud. Lo que hago (y me funciona muy bien) es creerme que todo es un culebrón. Lo bueno que tienen los culebrones es que, si eres el protagonista y estás encerrado, te escapas en el capítulo tres. A mi me hubiese encantado nacer venezolano, o colombiano, o de cualquier país exportador de culebrones.