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Pausa
Dos veces a la semana suena el teléfono en casa, o el timbre, y del otro lado aparece un encuestador. Cada vez hay más y se presentan mejor preparados. Con el tiempo, han aprendido a ser inmunes al NO. Saben minimizar las excusas y están por todas partes, mendigando quince minutos de nuestras vidas. Si un día la Tierra padeciera un conflicto químico que aniquilase todo —plantas, animales, gente— seguirían sonando los teléfonos por la mañana. El encuestador es la nueva cucaracha del mundo.
Desde que tengo uso de razón sabía que iba a escribir. No es una cosa que me ocurrió de grande. Ni siquiera a mediana edad. Ni siquiera tuve la fantasía de algún día ser escritor. Soy escritor.
Hace poco les conté sobre la muerte de mi lector Basdala. Eran los tiempos en que yo fingía en Internet ser un ama de casa mercedina. Todavía me acuerdo de lo triste que nos puso a todos saber sobre la muerte de ese lector español, un chico joven llamado Miguel Ángel.
Cuando volvió de México, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando él, con su mujer y con su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara.
Hay una clase de gente que cuenta chistes, que sabe chistes. Saber chistes es muy fácil; te metés un rato en Internet y te aprendés noventa. Pero saber contar chistes es otra historia. Yo no sé contar chistes, y le tengo un miedo espantoso a la gente que piensa que sabe. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.
El gran terror de mi vida es no saber cuándo voy a ser, por fin, desenmascarado. Es mi terror recurrente: estar expuesto a que las personas que me sospechan inteligente, o mundano, o simpático, o capacitado para alguna tarea compleja descubran la verdad: descubran que soy un imbécil.
Está semana quedó demostrado que un mismo suceso puede servir tanto para infamar a los nuevos métodos digitales de la información, como para denostar a los soportes tradicionales.