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Pausa
Estoy en San José de Costa Rica y llueve. Acabo de pedir un café y abro la portátil. De repente aparezco etiquetado en una foto de Facebook y pienso que se trata de un error, porque a primera vista no me veo en la imagen. Es nomás un segundo, menos incluso de un segundo, hasta que entiendo. Me quedo mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y mi gesto sigue congelado.
Hubo una época, que para peor fue larguísima, en la que Chiri ejerció un extraño poder sobre mí. Me va resultar difícil explicar esto, por lo que me pido tres páginas en lugar de una. La desgracia empezó al inicio de la edad del pavo, a los doce o trece años, en una plaza de Mercedes cercana a las vías.
Resulta que no hace mucho publiqué en este blog una historia de amor, Tetas, que me ocurrió a los ocho años. Los personajes que aparecían en el cuento eran compañeros de tercer grado que no vi nunca más, porque al año siguiente me cambiaron de curso. Como en la historia usé nombres y apellidos reales, uno de aquellos compañeros, Juan José Bugarín, me escribió un correo electrónico tan pronto se vio mencionado.
La primera vez que pensé en el futuro fue una tarde de invierno de 1978, en la platea de la cancha de River. Paolo Rossi acababa de meterle un gol a Austria. Era la primera vez que yo estaba en un Mundial, y la suerte había querido que fuera en casa. Me resultó conmovedora esa fiesta de los ojos, todos aquellos gritos y colores, y le pregunté a mi papá cada cuánto tiempo habría mundiales en la vida.
Hace unos doce años (o quizás más, porque tengo el recuerdo del viejo logotipo de Nuevediario), ocurrió en un informativo algo único.
En la infancia yo siempre arruinaba las fotos. Todas las fotos. A los tres años empecé a desarrollar esta patología extraña, perversa, fruto de algún complejo o trauma no resuelto.
De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle Treinta y Cinco.
El doce de septiembre del año dos mil noventa y ocho Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de veintitrés años.
La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.