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Pausa
Entre los muchos juegos de mesa que tenemos aquí para pasar las horas muertas, el que más éxito tiene es la baraja española. Los naipes suelen llevarse muy bien con los locos, desde el principio de los tiempos.
El miedo es un animal dormido que tengo dentro, un animal blanco y desconfiado (parecido a un oso polar) que duerme de día y se despierta de noche. Mi miedo se despierta cuando hay relámpagos en el cielo, o cuando chirría el portón del patio, o cuando la sombra de la ropa mal doblada se refleja en la pared con la forma de mi padre. Su perfil, su mano en alto, su boca abierta.
Cuando tenía diez años, la maestra nos hizo escribir quién era nuestro ídolo, y por qué. Ahora no recuerdo muy bien lo que escribí, ni a quién escogí como ídolo, pero sí recuerdo que casi todos mis compañeros de aula eligieron a su propio padre. Que mi padre esto, que mi padre lo otro... Entonces yo, para mis adentros, me pregunté: «¿Pero cómo es posible que la peña idolatre a un tío que lo único que hace es emborracharse y zurrarte?».
Ayer vi una noticia que me trajo algunos recuerdos de la infancia. Era sobre padres que les regalan a sus hijos animales domésticos. Al día siguiente los padres se arrepienten (pues descubren que los cachorros cagan) y los abandonan en contenedores, o en la carretera. La noticia mostraba perros con los ojos tristes, y a unos señores defensores de los derechos animales, muy enfadados. Hasta aquí una típica noticia de Reyes. Pero la tele no decía nada sobre los niños a los que se les regala algo y después se les quita. Muchos defensores de animales y pocos defensores de niños hay en este mundo.
Siempre tuve suerte con las mujeres. En mi adolescencia fui dicharachero y sociable. También fui guapo. Es que tengo los ojos verdes, y eso ayuda mucho. Los ojos verdes los heredé de mi padre, es una de las cosas buenas que me llevé. La nariz de mi madre. Y la barbilla, no sé. Los ojos verdes son una de las cosas que me hicieron tener gran éxito con las chicas.
Me siento muy honrado de escribir aquí, en El País, este periódico por el que siento tanto respeto, dado que mi padre lo enrollaba los domingos y me zurraba con él hasta hacerme desmayar. No era importante si yo había hecho algo malo. Me zurraba porque mi padre era coleccionista de sonidos agradables.
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.