Los últimos años de mi vida tuvieron un único propósito: dejarle algo a Lucas, que no tuvo una infancia feliz. Nuestra relación siempre fue como la de un padre y un hijo. Desde la muerte de mi hermana lo crié yo, y cuando a los dieciocho me dijo "tío Manuel, quiero estudiar en Buenos Aires", lo ayudé, por supuesto, y hubiera querido ayudarlo siempre.