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Pausa
Una vez, en un recreo —segundo grado sería—, alguien se dio cuenta de que yo tenía tetas y otro chico, de mi misma edad, me dijo:
Anoche le contaba a mi hija el cuento de Hansel y Gretel. Y en el momento en que los hermanitos se pierden en el bosque y empieza a anochecer (en esa parte tétrica del cuento) mi hija, en vez de asustarse, me dice:
Mi papá fue la persona más tímida que yo conocí en la vida. Supongo que su principal objetivo era pasar desapercibido. Era gestor impositivo. Se pasaba el día contando plata que no era de él. Y yo lo miraba todo el tiempo porque no sabía, no lo podía entender.
Cuando cumplí ocho años, mi papá me levantó de una patada de la cama y me dijo: «O tomás la comunión o vas a rugby, pero no te quiero los fines de semana durmiendo hasta las doce».
A los nueve años Marcelino se metió el dedo en el ombligo y descubrió, bien al fondo, un botón parecido a los que se usan para apagar la luz. Ni su mamá, ni su pediatra, ni él mismo lo habían visto nunca porque no podía verse: este interruptor estaba muy al fondo, solamente podía tocarse con la yema de los dedos. Ese día Marcelino estaba en la escuela y se preguntó qué pasaría si apretaba el interruptor. Fue un momento importantísimo de su vida. La maestra explicaba algo sobre las fracciones, y Marcelino hizo ¡clic! en el botón. Primero sintió un zumbido en la cabeza y después muchas ganas de vomitar. Tuvo que cerrar los ojos.
No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los doce o trece años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.
Salgo muy poco, pero cuando no queda más remedio me pone muy triste ver los autos en la calle, estacionados. No puedo reconocer a ninguno, no sé de qué marca son, ni de qué país. Antes los autos eran todos distintos, como los humanos. Cuando yo era chico los autos tenían personalidad. Había autos fornidos, prepotentes; los había tímidos y perezosos. Ahora son todos igualitos: redondeados arriba, medio aerodinámicos, y de colores tristes. Antes no.