El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado 52 novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas.
El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero por hacer crónicas de viajes. Una vez que aceptó, me subí en Once a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al Norte.
Ayer me despertó de la siesta un despelote de ollas que se caían al suelo. «Zas», pensé, «se vino abajo el aparador con la vajilla de recién casada». Salí disparando para la cocina, ¡pero nada! Todo como siempre. De repente, otra vez el ruido, esta vez más nítido, ensordecedor. Era como si viniera propiamente de los cimientos. Del núcleo mismo de la Tierra.