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Pausa
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las patas, rompieron una por una las artesanías que yo le llevaba de regalo a mi hija y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco y el otro negro.
No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los doce o trece años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.
Hace un tiempo me invitaron a Lima para dar una charla. Justo antes de volver a casa, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, unos policías muy enojados me llevaron a la rastra a un subsuelo, me pusieron las manos contra la pared, me abrieron las piernas, rompieron una por una las artesanías que le llevaba de regalo a Nina y me hicieron pasar una eternidad maravillosa junto a dos perros amaestrados: uno blanco, el otro negro.