Play
Pausa
Desde hace mucho tiempo tengo una teoría que —sintetizada— resulta un poco paranormal, o en cierto punto inmadura, pero que tiendo a seguir al pie de la letra. Yo no suelo hablar mucho de este asunto más que en sobremesas con amigos, donde conozco bien al grupo que me está prestando atención, porque se trata de un pensamiento que puede confundirse con lo místico, o con lo religioso, y me daría mucha vergüenza compartir una postura con Paulo Coelho o con un obispo.
Hace mucho tiempo nos sentábamos con mis amigos alrededor de la mesa, y uno decía: «¿Cómo carajo se llamaba el cuatro de Ferro que ganó el Metropolitano de 1981?». Y al rato otro decía: «¿Quién era ese peladito que trabaja en La tuerca, el que casi no hablaba, pero que tenía la mirada graciosa…?». Y así podíamos estar todo el día.
Me invitaron a un simposio en México para disertar sobre el futuro del libro. La pregunta era: ¿Libro digital o libro de papel en el futuro? Como mi conferencia era el último día, cuando llegué me senté a escuchar a un pelado que hablaba, y enseguida me distraje. En el siglo veinte yo podía concentrarme sin problemas. Podía ir a conferencias largas y prestar atención; pero ahora ya no puedo.
Hace tiempo estaba en casa, lo más tranquilo, y me toca timbre un chino joven. Me dice que se llama Woung y que es mi tataranieto del futuro. Yo le seguí la corriente. Le digo: —¿Qué es esto de venir al pasado? ¿Una moda?
Los periodistas (y los escritores, claro) que ahora tienen entre cuarenta y cincuenta años escribieron su primera historia en una máquina de escribir Olivetti, y la última historia la redactaron en una computadora portátil, o incluso en una tablet. Yo pertenezco a esa generación.
La tarde que el alemán Jürgen Brandes tocó el timbre de la casa de Armin Meiwes, la vida social de la humanidad cambió para siempre. ¿Conocen esta historia? Yo se la voy a contar, pasó en 2001.
Salgo muy poco, pero cuando no queda más remedio me pone muy triste ver los autos en la calle, estacionados. No puedo reconocer a ninguno, no sé de qué marca son, ni de qué país. Antes los autos eran todos distintos, como los humanos. Cuando yo era chico los autos tenían personalidad. Había autos fornidos, prepotentes; los había tímidos y perezosos. Ahora son todos igualitos: redondeados arriba, medio aerodinámicos, y de colores tristes. Antes no.
Según aparece esta semana en la prensa, la pregunta más buscada en Google, con más de sesenta y ocho millones de resultados, es «cómo se hace el amor».
Todavía no he visto a nadie en el tren con un libro electrónico (ebook, para los modernos), pero las grandes empresas ya se están pujando para posicionarse en el mercado. Saben por experiencia que hay que apostar a la monopolización de las costumbres.