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Pausa
Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».
En estos días en que todo el mundo está disperso, jugando con su nuevo teléfono móvil o preparándose para el año nuevo; en estos días donde no hay nadie en las oficinas o en las escuelas, mi Garrote cumple cuatro años y está un poco nervioso. Un poco asustado también. Hace años, cuando llegué a este hospital (que espero sea el último) eran los primeros días de un diciembre muy frío y muy lluvioso. Yo estaba un poco triste, porque en cada hospital haces buenos amigos, y yo había perdido a los míos.
En esta columna del periódico tengo una lectora que me deja mensajes cuando está mirando la luna. En su homenaje, o por su culpa, cada vez que veo la luna en el patio del hospital recuerdo a esta lectora, que suele firmar como Arcángel. No es que yo quiera recordarla, es que aquí no tengo demasiadas cosas que asociar con la luna, ni demasiados amigos o conocidos en los que pensar mientras la observo por las noches. Todo lo que ocurre aquí dentro es de una rutina pegajosa; nada me conmueve más que mirar la luna hasta quedarme dormido.
Siempre tuve suerte con las mujeres. En mi adolescencia fui dicharachero y sociable. También fui guapo. Es que tengo los ojos verdes, y eso ayuda mucho. Los ojos verdes los heredé de mi padre, es una de las cosas buenas que me llevé. La nariz de mi madre. Y la barbilla, no sé. Los ojos verdes son una de las cosas que me hicieron tener gran éxito con las chicas.
Estamos en 1980. Tengo nueve años y soy adicto a las figuritas Reino Animal. Si llenás el álbum te ganás una pelota de cuero. Yo quiero esa pelota, con gajos negros y blancos, que está colgada en la vidriera del kiosco Pisoni. Por eso compro figuritas. Compulsivamente. Cada billete que llega a mis manos, cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios, porque me falta solamente una, la 64. Me falta la tarántula. Nombre científico, eurypelma californica.
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.
Lucas y Alex tienen previsto encontrarse en la placita del hospital, como cada tarde, pero una tormenta les modifica los planes. Desde sus casas, aburridos de ver el chaparrón por la ventana, se conectan a internet y mantienen su charlita de siempre, esta vez separados por seis cuadras de distancia.