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Pausa
Estoy en San José de Costa Rica y llueve. Acabo de pedir un café y abro la portátil. De repente aparezco etiquetado en una foto de Facebook y pienso que se trata de un error, porque a primera vista no me veo en la imagen. Es nomás un segundo, menos incluso de un segundo, hasta que entiendo. Me quedo mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y mi gesto sigue congelado.
Voy a contar algo que ocurrió hace un mes y que, por un momento, nos pareció un milagro de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un cuentito fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
Ya de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia, sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque estaba recién nacido.