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Pausa
Cada vez que mi madre se va de aquí (me visita los martes y los jueves), camina hasta el portal del patio, me mira a los ojos desde lejos y me hace una seña o un gesto extraño. Es una especie de guiño que ella cree que tiene conmigo. Algo secreto, supongo. Y yo nunca me atrevo a decirle que no sé qué coño me quiere significar con eso.
¿Cómo se llamaba el cuatro de Ferro que ganó el metropolitano del '81? ¿Quién era aquel peladito que trabajaba en La Tuerca? ¡Ay, qué facil es todo para ustedes, los jóvenes! En nuestra época, querido nieto, podíamos estar días enteros con un cosquilleo mortal en en la yema de los dedos a causa de un dato que estaba ahí, a punto de salir, y que no salía. Entre las cosas muertas del pasado, entre los cadáveres que ha dejado Google a su paso, lo que yo extraño es tener cosas en la punta de la lengua.
Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama a la prensa española: «A Borges le gustaba Pink Floyd», aseguraba, muy alegre de cuerpo, la viuda. Y no es que esté en contra de la música moderna; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son esas pequeñeces de entrecasa que los muertos más han querido esconder.
Una vez muy cada tanto el Zacarías y el Caio tienen diálogo. Son unas charlas de hombres, secretas, y por eso bajan al garaje para poder hablar tranquilos. La Sofi, el Nonno y yo, inmediatamente, nos metemos en la piecita que tiene la claraboya, con tres vasos, para poder escucharlos mejor.
Lo mejor que se le ocurrió al Zacarías para que el hijo no se junte con vagos es llevarlo todos los días al Club Progreso, donde va él. Lo que no se da cuenta es que ahora el chico se sigue juntando con vagos, pero peor: con vagos expertos. Es como extirparle un tumor al chico para ponerle un cáncer. Pero el Zacarías nones.
Lucas y Alex juegan en la placita del Hospital, bajo un sol radiante. Cada uno en un extremo del subibaja, conversan al ritmo del ir y venir de sus cuerpos. Tarde de miércoles en Mercedes.ALEX.- Estoy medio confundido, Lucas: ayer se me paró el pito, pero no sé si asustarme o ponerme contento.
Cuando se abre el telón Alex y Lucas ya están en el centro de la escena, conversando sin mirarse. No tienen más de cinco años cada uno. Están en el arenero de un espacio público, rodeados de baldecitos, moldes y juguetes.