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Pausa
Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.
Estamos en 1980. Tengo nueve años y soy adicto a las figuritas Reino Animal. Si llenás el álbum te ganás una pelota de cuero. Yo quiero esa pelota, con gajos negros y blancos, que está colgada en la vidriera del kiosco Pisoni. Por eso compro figuritas. Compulsivamente. Cada billete que llega a mis manos, cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios, porque me falta solamente una, la 64. Me falta la tarántula. Nombre científico, eurypelma californica.
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.