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Pausa
Una tarde encontré, por casualidad en Internet, la web de alguien a quien había visto solamente una vez en la vida, y entonces le escribí:
Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires, teníamos dieciocho años y no nos alcanzaba para alquilar. Era la época de la hiperinflación. Entonces mi amigo Chiri y yo terminamos en la casa de una señora que se llamaba Tita; ella tampoco tenía planeada la hiperinflación y tuvo que alquilarle una pieza a dos desconocidos que venían del interior.
Yo conocí, en Mercedes, a un grupete muy compacto de cinco amigos jóvenes que habían visto las finales del 86 y del 90 en el mismo lugar: la casa de uno de ellos. Compartieron las cábalas típicas de los sillones, del nerviosismo cortado por el porro, de los abrazos de México y los llantos de Italia.
Un turista, de paso por Buenos Aires, narraba absorto su primer viaje desde Ezeiza hasta el centro de la ciudad.
Íbamos en un taxi por la avenida Álvarez Thomas. Al llegar a la esquina de la calle Lugones el semáforo nos detuvo y entonces pude mostrarle a mi hija la fachada de la casa: «Mirá, Nina, fue ahí; en ese balconcito el Chiri me acuchilló». Mi hija alzó la cabeza y vio la ventana triste que todavía, veinte años después, estaba sin pintar. Se emocionó al reconocer el escenario: fue como si hubiera llegado al bosque original de Caperucita y el lobo. Después me pidió que le mostrara la cicatriz y que le contara otra vez el cuento.
La última vez que estuve en Buenos Aires fue hace cinco años. No existía la Nina, ni yo sabía qué cosa era un blog. Estuve allí veinte días en los que, sin saberlo, abracé a mi abuela Chola por última vez. También conversé con gente que quiero, padecí a Racing en directo y pisé Mercedes. Llegué a Ezeiza con un presidente y me volví a Barcelona con otro. Al regresar pasaron dos cosas, al mismo tiempo, que abrieron un círculo en mi vida: empecé a escribir unos cuentos en internet y Cristina me dijo que estaba embarazada.
Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.