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Pausa
Hace tiempo salió la noticia de un perro, en Córdoba, que duerme en el cementerio al lado de su dueño muerto. Y que se hizo famoso por eso. Y un día me pregunté: «¿Qué pensará ese perro?». Y me parece que pensaba esto:
Mi mamá, Chichita, una señora dos veces viuda de más de setenta años, se enteró al mismo tiempo de dos noticias: que me había dado un infarto y que me había separado de mi mujer.
Era diciembre, yo tenía una novia nueva, flamante, y alquilamos una casa de fin de semana en Montevideo. Elegí esa casa por Airbnb, la elegí lejos del centro y me equivoqué, porque justo me infarté en el living de esa casa, y el primer hospital estaba en la concha del mono, lejísimos.
Hace muchísimo tiempo, en un planeta que no era este, hubo una raza superior. Eran bellos, eran inteligentes, generosos. Habían construido una sociedad perfecta: en su mundo no existían el hambre, ni el trabajo aburrido, ni los abogados, ni la enfermedad, ni la democracia. Se llamaban los metalampos.
Esta semana leí que, en la ciudad de Buenos Aires, el 80% de los matrimonios se separa antes de los diez años de convivencia. Un porcentaje de error enorme. Y a pesar de esa estadística, en este momento de la mañana, en alguna oficina, en alguna plaza de Buenos Aires, dos personas desconocidas empiezan a charlar (ahora mismo debe estar pasando) y se gustan. Y así empiezan, de a poco, a convertirse en el ochenta por ciento de la década que viene.
No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los doce o trece años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.
Cuando Cristina y yo nos separamos, después de quince años de convivencia, nos pusimos orgullosos por haber tomado una decisión tan importante sin gritos, como gente educada. Pero enseguida nos topamos con un problema: no sabíamos cómo darle la noticia a nuestra hija de once años.