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Pausa
Una tarde encontré, por casualidad en Internet, la web de alguien a quien había visto solamente una vez en la vida, y entonces le escribí:
Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires, teníamos dieciocho años y no nos alcanzaba para alquilar. Era la época de la hiperinflación. Entonces mi amigo Chiri y yo terminamos en la casa de una señora que se llamaba Tita; ella tampoco tenía planeada la hiperinflación y tuvo que alquilarle una pieza a dos desconocidos que venían del interior.
Era un loft hermoso, amplio, casi sin muebles. Lo más caro que le compré fue un sommier de plaza y media, con resortes bicónicos, porque en 1998 lo único que me importaba era dormir. Se lo alquilaba a un alemán viudo que vivía en el primer piso con su hija. Hans era un pelado de ojos tristes que recibía el Deutsche Post. Sandra tenía mi edad, unos veintisiete. Cuando Hans me alquiló la casa y me explicó los detalles, no me avisó que su hija tenía problemas.
La última vez que vi a Argentina en una semifinal yo no era yo: era un chico de diecinueve años mal acostumbrado. Pero sobre todo era joven, era bastante flaco, era soltero y tenía una extraña sensación de inmortalidad.
Hubo una época, que para peor fue larguísima, en la que Chiri ejerció un extraño poder sobre mí. Me va resultar difícil explicar esto, por lo que me pido tres páginas en lugar de una. La desgracia empezó al inicio de la edad del pavo, a los doce o trece años, en una plaza de Mercedes cercana a las vías.
Lo que voy a contar pasó cuando todavía existían las pesetas, exactamente el día que me quedé sin ninguna. Con treinta años recién cumplidos, yo vivía en una pensión del barrio de Gràcia. Una cama, un escritorio, el baño afuera. Hacía poco que estaba en Barcelona y Cristina ya me había empezado a pagar los cigarros.
Esta semana se ha recibido en España —con más alarma que vítores, todo hay que decirlo— al gerontólogo inglés Aubrey de Grey (Londres, 1963), que se ha despachado con la teoría de que, en un futuro no muy lejano, «los humanos viviremos mil años, en una especie de eterna juventud».
Las imágenes violentas que ocurren en las escuelas del mundo se ven, ahora, por la tele: un alumno italiano manosea a su profesora ante la burla cómplice de sus compañeros; dos chicas, en un aula de México, se golpean hasta sacarse sangre (pero ninguna llora); una docente argentina lleva el pelo en llamarada mientras un estudiante escapa, encendedor en mano...
Íbamos en un taxi por la avenida Álvarez Thomas. Al llegar a la esquina de la calle Lugones el semáforo nos detuvo y entonces pude mostrarle a mi hija la fachada de la casa: «Mirá, Nina, fue ahí; en ese balconcito el Chiri me acuchilló». Mi hija alzó la cabeza y vio la ventana triste que todavía, veinte años después, estaba sin pintar. Se emocionó al reconocer el escenario: fue como si hubiera llegado al bosque original de Caperucita y el lobo. Después me pidió que le mostrara la cicatriz y que le contara otra vez el cuento.
Una tarde de 1990 fui a tomar la leche a la casa de un muchacho que se llamaba Diego Grillo Trubba. No me acuerdo bien por qué, pero en la reunión había otra gente y el asunto tenía que ver con la literatura. Fue la única vez que vi a ese chico en mi vida, y después pasaron casi veinte años. Hace unos meses reapareció su nombre en mi casilla de correos: el mismo muchacho, ya grande, me invitaba a participar de una antología de cuentos que hoy publica Mondadori (sólo en Argentina, creo) y que se llama «Uno a uno».