Play
Pausa
Solamente puedo escribir cuando se me antoja. No tengo eso que se llama el oficio. Para peor, se me antojan pocos temas: mi hija, los cambios en la sociedad, el fútbol, la hipocresía en las relaciones y la exageración de un tiempo anterior o un sitio querido. En doce años de archivos no encontrarán más que variaciones sobre esos tópicos. También verán, si navegan un poco, un par de baches de silencio en el blog. Estoy en medio de uno.
Una tarde de 1990 fui a tomar la leche a la casa de un muchacho que se llamaba Diego Grillo Trubba. No me acuerdo bien por qué, pero en la reunión había otra gente y el asunto tenía que ver con la literatura. Fue la única vez que vi a ese chico en mi vida, y después pasaron casi veinte años. Hace unos meses reapareció su nombre en mi casilla de correos: el mismo muchacho, ya grande, me invitaba a participar de una antología de cuentos que hoy publica Mondadori (sólo en Argentina, creo) y que se llama «Uno a uno».
El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado 52 novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas.
El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero por hacer crónicas de viajes. Una vez que aceptó, me subí en Once a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al Norte.
Ahora leo que más del 50% de las mujeres jóvenes consume alcohol esporádicamente en la Argentina, y me vienen a la cabeza las entrañables borrachitas de mi época, que eran mucho menos en número pero mil veces más constantes en periodicidad de consumo. Y es que, para mi modo de ver, la mujer borracha, cuando es joven y está al aire libre en una fiesta, es mejor que casi todas las cosas sobrias que existen.
Lo peor que puede pasar en una mesa, cuando el tema es Borges, es que los que conversan empiecen con la cantinela de su posición política y la mar en coche. Hasta los 25 años yo me tomaba el trabajo de discutir sobre el asunto (un día en Chile, incluso, me cagué a palo con uno). Pero desde que maduré, me levanto de la mesa y me voy sin saludar.