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Pausa
El otro día me invitaron a un casamiento, que es como si me hubieran tirado encima un tarro de mierda. No me gustan los casamientos. En las fiestas de casamiento yo soy el que se queda solo, sentado a un costado, atrás, en una mesa, mientras los demás bailan fingiendo que son un trencito.
Hace un par de meses, en esta columna, hablé del problema catalán si España se consagraba campeona del mundo en fútbol. «Qué extraña será la sensación de los jugadores catalanes si alzan el trofeo en Sudáfrica», escribí entonces.
Según aparece esta semana en la prensa, la pregunta más buscada en Google, con más de sesenta y ocho millones de resultados, es «cómo se hace el amor».
Salir de casa para cenar con gente implica una serie de actividades molestas: bañarse, vestirse, perderse un partido de la Eurocopa, comprar un vino caro, sonreír dos horas sin ganas, a veces tres. Que te acompañen por las habitaciones para que veas una casa que no te importa. Dejar a tu hija con los abuelos, extrañarla. Cenar sin tele, sin cocacola, comer ensalada de primer plato, no desentonar, no fumar si no hay ceniceros a la vista. Muchísimo menos sacar la bolsita feliz. Son demasiadas cosas para la edad que tengo.
—No quiero saber qué va a pasar conmigo, no quiero saber qué va a pasar con las personas que quiero. No quiero que se te escape una sola palabra ambigua; no quiero pistas. Respetá mi vida, Woung, respetá la felicidad de este noviembre en donde nadie se me ha muerto, quiero seguir acá un tiempo, no quiero que la sombra de tus datos me tapen el solcito— le dije a mi tataranieto—, lo que yo quiero saber del futuro es lo superficial, el chusmerío; soy demasiado cagón para todo lo que importa.