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Pausa
Cuando tenía diez años, once años como mucho, yo leía a escondidas la revista Humor. No me escondía porque estuviéramos en dictadura y los textos de la revista Humor fueran subversivos. Me escondía porque yo era muy chico todavía y en esas páginas a veces había dibujos de mujeres desnudas, y bastantes malas palabras.
Hace unos meses recibí un mail de una revista de Bruselas: me querían hacer un reportaje telefónico. Les dije que sí y tuvimos una charla por Skype muy simpática, nunca supe muy bien sobre qué. Después me olvidé de todo hasta hace dos semanas, que me escribieron de nuevo. Ahora me pedían permiso para mandar a un dibujante a casa. Me pareció extraño porque en general mandan fotógrafos, pero les dije que bueno.
—¿Vos sos el jefe de Chiri? —me preguntó Nina. —No. —Entonces Chiri es tu jefe. —Tampoco, pensamos la revista entre los dos. —¿Y si no están de acuerdo en algo, quién gana?
Resulta que no hace mucho publiqué en este blog una historia de amor, Tetas, que me ocurrió a los ocho años. Los personajes que aparecían en el cuento eran compañeros de tercer grado que no vi nunca más, porque al año siguiente me cambiaron de curso. Como en la historia usé nombres y apellidos reales, uno de aquellos compañeros, Juan José Bugarín, me escribió un correo electrónico tan pronto se vio mencionado.
Esta semana la revista Nature Neuroscience ha vaticinado la extinción de la caricatura del psicólogo, tal y como la conocemos: el señor adusto con pipa, apoyado en su sillón con indiferencia de tótem, mientras nosotros, pobres infelices, nos hundimos en el diván y oímos la frase típica: «Bien, hábleme de su infancia».
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.