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Pausa
En 1994 hubo en Ruanda una guerra civil entre dos tribus que les costó la vida a ochocientas mil personas analfabetas de color negro. La tapa de los diarios, al día siguiente, no decía nada.
Era un loft hermoso, amplio, casi sin muebles. Lo más caro que le compré fue un sommier de plaza y media, con resortes bicónicos, porque en 1998 lo único que me importaba era dormir. Se lo alquilaba a un alemán viudo que vivía en el primer piso con su hija. Hans era un pelado de ojos tristes que recibía el Deutsche Post. Sandra tenía mi edad, unos veintisiete. Cuando Hans me alquiló la casa y me explicó los detalles, no me avisó que su hija tenía problemas.
Jack Whittaker se ganó, él solito, la Powerball de 2002, el equivalente al Gordo de Navidad. El de ese año no fue un premio cualquiera, sino el más suculento pozo de la historia norteamericana: 315 millones de dólares.
Después de los atentados del 11-S comenzó a crecer la manía de aplaudir en los aviones.
Nadie se pregunta para qué sirven los embajadores argentinos en cada país del mundo. Les sospechamos actividades poco esforzadas, los imaginamos en perpetuos ágapes, y siempre conocemos a alguien que conoce al hijo o a la hija de alguno.
En las últimas semanas la prensa española se hizo eco de las incidencias, detalles y comidillas del último fenómeno de la televisión argentina: «Gran Cuñado».
Hace unos doce años (o quizás más, porque tengo el recuerdo del viejo logotipo de Nuevediario), ocurrió en un informativo algo único.