Una novela escrita de incógnito
Es la historia de Xavi L., un enfermo mental que, tras matar a su padre, es confinado en un instituto psiquiátrico de Cataluña. Su médico, después de años de tratamiento infructuoso, decide experimentar una terapia novedosa: que el paciente escriba una columna personal tres veces a la semana para el diario de mayor tiraje de España.
Me siento muy honrado de escribir aquí, en El País, este periódico por el que siento tanto respeto, dado que mi padre lo enrollaba los domingos y me zurraba con él hasta hacerme desmayar. No era importante si yo había hecho algo malo. Me zurraba porque mi padre era coleccionista de sonidos agradables.
Siempre tuve suerte con las mujeres. En mi adolescencia fui dicharachero y sociable. También fui guapo. Es que tengo los ojos verdes, y eso ayuda mucho. Los ojos verdes los heredé de mi padre, es una de las cosas buenas que me llevé. La nariz de mi madre. Y la barbilla, no sé. Los ojos verdes son una de las cosas que me hicieron tener gran éxito con las chicas.
Uno de los grandes prejuicios del hombre normalito es pensar que los enfermos mentales no nos lavamos, ni nos cepillamos, ni nos enjuagamos la boca después de comer tierra. Y eso es mentira. Puro racismo y pura ignorancia. Gente sucia tenemos aquí dentro tanto como tenéis vosotros en las calles, y a veces los hay más guarros fuera de los hospitales que dentro (por ejemplo en Francia). Aquí, en las residencias mentales de España, somos todos muy limpios.
Empecé a escuchar las voces a los doce años, casi al mismo tiempo en que comenzaba a masturbarme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rústicas y amables que no me decían «haz esto» ni tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin dirigirme la palabra. Yo a veces les decía: «Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme un poco de atención», pero como si pasara un tren; ellas seguían hablando de sus cosas y me ignoraban. Entonces descubrí que, además de problemas mentales, yo también tenía problemas para ejercer la autoridad.
La comida de aquí no es mala, como muchos piensan. Suele haber paella, flan de huevo, pan del día, pollo, carnes magras y también frutas. La comida está muy bien, la verdad; lo que ocurre es que cuando te vuelves enfermo te pones enseguida muy exquisito del paladar. Lo mismo pasa cuando estás preso o cuando te llaman de la mili. Siempre quieres algo mejor, siempre te aburres con lo que hay. Las personas encerradas, en general, solemos ser un poco tiquismiquis y también mal agradecidas.
En esta columna del periódico tengo una lectora que me deja mensajes cuando está mirando la luna. En su homenaje, o por su culpa, cada vez que veo la luna en el patio del hospital recuerdo a esta lectora, que suele firmar como Arcángel. No es que yo quiera recordarla, es que aquí no tengo demasiadas cosas que asociar con la luna, ni demasiados amigos o conocidos en los que pensar mientras la observo por las noches. Todo lo que ocurre aquí dentro es de una rutina pegajosa; nada me conmueve más que mirar la luna hasta quedarme dormido.
Cuando cumplí diecisiete mi madre me compró una motoreta y esa noche no pude dormir. Con los ojos abiertos en la oscuridad pensé en todo lo que haría con ella. Soñé despierto con los sitios a los que iría, con las praderas francesas, con los pueblos de Portugal, con las autoestopistas que subiría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la libertad del viajero solitario. Fue una noche llena de futuro, de aventura y de ansiedad. Al día siguiente di una vuelta por el barrio y la incrusté contra un poste de la luz.
La enfermera Sara ya no sabe qué hacer con el Niño Andoni, que es un interno que actúa como un bebé. Como todo el mundo sabe, las enfermeras de los psiquiátricos son señoras muy especiales, a las que no les gustan los niños, ni lo maternal, ni el romanticismo. Estudian para estar con locos y salvarse así de todo lo ingenuo que tiene la vida fuera de estos muros. Por eso es que la enfermera Sara ahora no sabe qué hacer con el Niño Andoni, que solo quiere cariño, mimos, que le cambien los pañales y que lo arropen durante las noches frías.
Aun antes de poner un pie en el hospital, algunos internos vienen precedidos por el rumor de la fama. Ocurre de tanto en tanto, y las enfermeras se ponen tensas y cuchichean en voz baja: «¿Has visto en el periódico a ese que ha matado a toda su familia con una trincheta? Pues dicen que lo traen para aquí». A nosotros no nos avisan de nada, pero nos damos cuenta por el nerviosismo que se respira en todos los rincones. Se trata de los locos mediáticos, los que salen en la prensa antes de llegar.