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Pausa
Hace un par de meses, en esta columna, hablé del problema catalán si España se consagraba campeona del mundo en fútbol. «Qué extraña será la sensación de los jugadores catalanes si alzan el trofeo en Sudáfrica», escribí entonces.
Este será el tercer Mundial de fútbol que me toque vivir en Barcelona, y no me acostumbro a la falta de fervor de los catalanes para con la Selección Española, a la que no sienten como propia.
A quince días del Bicentenario, la comunidad de argentinos que vivimos en España sentimos que nuestro festejo parecerá un oxímoron. ¿Vamos a festejar qué? Si en España ni siquiera se le llama comunidad al grupo de personas que comparten raíz: le llaman colectivo.
La última vez que estuve en Buenos Aires fue hace cinco años. No existía la Nina, ni yo sabía qué cosa era un blog. Estuve allí veinte días en los que, sin saberlo, abracé a mi abuela Chola por última vez. También conversé con gente que quiero, padecí a Racing en directo y pisé Mercedes. Llegué a Ezeiza con un presidente y me volví a Barcelona con otro. Al regresar pasaron dos cosas, al mismo tiempo, que abrieron un círculo en mi vida: empecé a escribir unos cuentos en internet y Cristina me dijo que estaba embarazada.
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.