Salir de casa para cenar con gente implica una serie de actividades molestas: bañarse, vestirse, perderse un partido de la Eurocopa, comprar un vino caro, sonreír dos horas sin ganas, a veces tres. Que te acompañen por las habitaciones para que veas una casa que no te importa. Dejar a tu hija con los abuelos, extrañarla. Cenar sin tele, sin cocacola, comer ensalada de primer plato, no desentonar, no fumar si no hay ceniceros a la vista. Muchísimo menos sacar la bolsita feliz. Son demasiadas cosas para la edad que tengo.
El perro es una máquina de amar. Te compras uno (o lo recoges de la calle, da lo mismo) y a los pocos días el animal te idolatra. Eres el cantante de moda, y él es una fan quinceañera. El amor del perro no tiene cláusulas, ni altibajos, ni condiciones. Es un amor automático y soluble, como el Nesquik. El perro sufre cuando te vas, se alboroza cuando regresas y, si por él fuera, te lamería los pies de la noche a la mañana. No le importa que seas feo, o asesino, o desalmado. El perro no te juzga, te ama sin ninguna razón. Su amor no tiene sentido, no te lo mereces.
Los hombres somos una colección de errores y desatinos. Somos el corcho blanco de poliestireno donde el coleccionista pincha sus insectos disecados más comunes: el miedo, la indiferencia, el egoísmo. Y también sus bichos muertos inhallables: el amor, la cortesía y la serenidad.
Tengo un don extraño: puedo oler una mandarina a kilómetros de distancia. Puedo determinar si un postre lleva extracto de mandarina antes de que el camarero salga por la puerta de la cocina. Puedo saber si alguien ha comido mandarina hasta seis días después de haberlo hecho.
Querida Francisca:
Mañana, cuando regreses al hospital en una de tus habituales visitas de los martes, para ver a tu hermano Antonio, alias el Gelatinas, yo no estaré tras los cristales del pasillo adorándote con los ojos, como te tengo malamente acostumbrada.
El amor nace en las tripas pero se hace mayor de edad en la cabeza. Por ejemplo, yo estoy mucho más enamorado de Francisca cuando pienso en ella que cuando por fin la veo. Cuando la veo (ayer la vi) me laten todos los órganos: el corazón marca el ritmo de la batería, el hígado hace sonar las maracas, los pulmones tocan el clarinete y el páncreas las tumbadoras. A los intestinos los mantengo en silencio porque suelen hacer un ruido rancio.
Cuando ocurre algo que nos llena de vergüenza o de humillación, la frase típica es «trágame tierra». Pero como yo creo muy poco en los milagros geológicos, cuando algo me da vergüenza solamente pido que se corte la luz. La oscuridad como escudo es igual de eficaz que un terremoto, pero mucho más probable (por lo menos en los países mediterráneos). En vez de «trágame tierra» yo suplico «córtate electricidad» o, si estoy en el patio «eclípsate, sol». Casi nunca pasa nada, pero siempre tengo a mano el plan B: «Abajo, párpados». Este último funciona siempre.