Cuando llueve largo y tupido, en el hospital nos damos cuenta por una serie de detalles. Algunos enfermos con la lluvia se vuelven extremadamente lúcidos, por ejemplo. Y también se percibe el malhumor de las enfermeras, que llegan al extremo de sentarse en los pasillos y echarse a llorar.
Siempre es bueno pensar que hay alguien que está peor. Es una especie de envidia al revés, lo que significa que no puede ser pecado. La mayoría de la gente amargada se la pasa viendo a los que están mejor: por eso se amargan. Y después están los tontos felices, que se chupan el dedo mientras piensan en los pobrecitos que solamente tienen muñones y nada que chupar. Yo, que la he pasado bastante mal en la vida, no soy muy afecto a la envidia. Los pecados capitales que más me persiguen son la gula, la pereza y la ira, en ese orden. Los demás no.
Desde que estoy aquí he aprendido a perder las esperanzas sobre algunas de las formas de la felicidad. Por ejemplo, sé que no será mía la felicidad del amor correspondido, ni la felicidad de los millones en el banco, ni la felicidad de pisar la hierba en el parque cuando se me antoje, ni la felicidad de elegir lo que voy a cenar esta noche. (Ay, cómo echo de menos estas formas naturales de la dicha...). Pero hay otras felicidades, pequeñas quizás, menos valoradas por la gente libre, que sí puedo alcanzar cuando quiero. Son cuatro y las voy a explicar.
Lo diré claramente y sin preámbulos: si no hubiera sido por la música me habría suicidado en este hospital o en cualquier otro. No; no es una metáfora. Si no fuese por la música (la que compongo, la que escucho, la que pienso) yo no estaría ahora mismo aquí. La música es lo único que comprende mi cabeza en cualquier estado. No importa si estoy depresivo, ansioso, contento, aletargado o zombi. La música es un algodón que emparcha los huecos del silencio, cuando el silencio me aterra. Si me dieran a elegir entre la música y la comida (que es mi otro gran amor) me iría cantando muerto de hambre hasta el fin del mundo.
Todavía no me cayó del todo la ficha, pero vayan sabiendo que hoy les escribe una abuela. De repente me agarra pánico, y de repente fascinación. ¡Tengo un nieto! Lo miro, chiquito, indefenso, y me pregunto si hice algo para que este mundo, que ahora es suyo, no sea tan patasucia.
El Zacarías se colgó de DirecTV, haciendo un enredo en los techos de Schafetti, y ahora agarramos como ochenta y siete canales. Lo bueno es que se pueden ver cintas que hasta hace un mes pasaban en los cines del centro, y lo malo es que hay un canal, el 52, que lo tenemos que pasar rapidito porque la Sofi está en la edad que se quiere enterar de todo.