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Pausa
Javier y Alejandra tienen un caserón enorme en el barrio montevideano del Prado, con piscina y cuatro perros, con obras de arte y muebles caros en habitaciones de techos altos, y hasta una casita de huéspedes detrás del jardín.
Desde hace años viajo mucho y, como odio los hoteles, elijo casas por internet. Los anfitriones las ponen a disposición y nosotros, los huéspedes, las habitamos. A veces una semana, a veces tres días. Para no tener sorpresas, suelo prestar atención a las evaluaciones que otros hicieron de las casas a las que iré. Y siempre elijo anfitriones confiables. El diciembre pasado alquilé una casa de fin de semana en Montevideo. La elegí lejos del centro y me equivoqué, porque justo me infarté en el living y casi me muero.
Era un loft hermoso, amplio, casi sin muebles. Lo más caro que le compré fue un sommier de plaza y media, con resortes bicónicos, porque en 1998 lo único que me importaba era dormir. Se lo alquilaba a un alemán viudo que vivía en el primer piso con su hija. Hans era un pelado de ojos tristes que recibía el Deutsche Post. Sandra tenía mi edad, unos veintisiete. Cuando Hans me alquiló la casa y me explicó los detalles, no me avisó que su hija tenía problemas.
Durante media vida lo más trágico que puede pasar es tu propia muerte egoísta, pero entonces llega algo y ¡zas!, te cambia para siempre el epicentro del miedo. Yo descubrí esto arriba de un taxi. Un rato antes me habían pagado un dinero que no esperaba por algo que ni siquiera era un trabajo. Entonces decidí no viajar desde la Capital a La Plata en un micro mugriento, porque lo mínimo que podés comprar con plata inesperada es comodidad. El problema es que elegí a un taxista que estaba a punto de cruzar un límite.
Estoy en San José de Costa Rica y llueve. Acabo de pedir un café y abro la portátil. De repente aparezco etiquetado en una foto de Facebook y pienso que se trata de un error, porque a primera vista no me veo en la imagen. Es nomás un segundo, menos incluso de un segundo, hasta que entiendo. Me quedo mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y mi gesto sigue congelado.
En algún momento de este siglo descubrí que ya no quería escribir más como antes. Quiero decir: nunca más a solas, con la Olivetti en la cocina, viendo crecer las páginas sin mostrarle a nadie cada capítulo o cada cuento, sin la invasión permanente de los lectores, sin la adrenalina del borrador a la vista.
Algunos padecemos de un terror extraño, que también conlleva una pizca de esperanza: la de ser enterrados en un cajón de madera sin estar muertos del todo.