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Pausa
El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado 52 novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas.
El treinta de mayo de 1999, a la corta edad de diecisiete años (que para un perro es como un siglo), dejó de existir nuestro amado Sumcutrule, luego de una corta dolencia, tras ser aplastado por un citroën América amarillo patito matrícula B-1384009, tripulado por un hijo de una gran puta que no se detuvo a socorrerlo. Desde entonces, cada treinta de mayo, en nuestra casa reinan el silencio, la congoja y la reflexión.
El Caio se queda toda la noche con el Nonno, fumándole porro porque dice que el airecito lo despeja. Le pusimos el grito en el cielo, pero se nos apareció con un folleto que dice que la marihuana es terapéutica: «Estuvo fumando toda la vida estando sano, ¿y ahora justo que le pintó la enfermedad y no es delito se lo van a prohibir?». Siempre tiene buenos argumentos el guacho.
Once y media de la mañana. Lucas y Alex juegan en el arenero, durante el recreo largo. Alex, más retraído que de costumbre, espera el momento propicio para confesarle algo a su amigo.
El Nonno dormía, ya en su habitación, su sueño sin memoria, y nosotros tratábamos de no hacer ruido para no molestarlo; íbamos silenciosos por los pasillos, entre la alegría y la angustia de tenerlo otra vez en casa. Aunque sigue muy desmejorado, estábamos todos los Bertotti juntos. O eso nos parecía... Porque hace un rato apareció un fantasma del pasado.
Una madrugada de los años noventa el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco junto a otros dos pasajeros. Del lado de afuera, el portero nos decía que lo hiciéramos sin problemas, que no habría riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror.
De noche, cuando en casa mi vieja duerme, salgo a lo oscuro y me escondo atrás de un zaguán o de una enredadera o del baldío de Suárez. Cuando aparece una (puede que me pase dos horas esperando, porque en Mercedes de noche no andan mujeres), sea linda o sea fea, le tapo la boca con la mano y la arrastro hasta el terrenito que está pasando DuPont.
Hoy con el Zacarías decidimos irnos a dormir temprano, pero cuando entramos a la pieza oímos susurros en el patio. Dos voces hablando muy bajito. Y nos quedamos quietos, un rato, oyendo. Por la persiana vimos que eran el Caio y la Sofi, y sentimos el olorcito dulzón del porro llegándonos por la ventana. Ellos, ajenos al mundo, boca arriba, miraban el cielo.