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Pausa
Hace tiempo salió la noticia de un perro, en Córdoba, que duerme en el cementerio al lado de su dueño muerto. Y que se hizo famoso por eso. Y un día me pregunté: «¿Qué pensará ese perro?». Y me parece que pensaba esto:
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando alcancé tardíamente la madurez, a los veinticinco, el pueblo dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi padre, en 2008, dejé de ir para siempre.
Es difícil explicar lo que sentimos, estando aquí, tan lejos, cuando nos llegan de Argentina buenas noticias. Aunque parezca mezquino (y no lo es) la felicidad se nos empaña con el aliento de una tristeza vaga.
Voy a contar algo que ocurrió hace un mes y que, por un momento, nos pareció un milagro de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un cuentito fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.
Fría mañana de sábado en Mercedes. En la vereda oeste de la casa velatoria Rossi un pequeño grupo de personas fuma en silencio y hace tiempo para entrar. En el interior de la sala hay otros corrillos, otros grupos, que conversan en voz baja de espaldas a un ataúd donde reposa el cadáver de un viejo. Casi todos los concurrentes son personas mayores vestidas de negro. Por eso destacan, junto al féretro, dos niños de cinco años. LUCAS acaba de llegar. En cambio ALEX está allí desde temprano.
Cuando llueve largo y tupido, en el hospital nos damos cuenta por una serie de detalles. Algunos enfermos con la lluvia se vuelven extremadamente lúcidos, por ejemplo. Y también se percibe el malhumor de las enfermeras, que llegan al extremo de sentarse en los pasillos y echarse a llorar.
Cuando llueve, un hospital es todavía más triste. La lluvia moja la esquizofrenia, la neurosis, la paranoia y a todas las enfermedades mentales que no usan paraguas. Las moja hasta convertirlas en caprichos de la cabeza, hasta quitarles valor científico.