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Pausa
Hay un verso de Antonio Machado que me encantaba de chico. Dice: Entre la vida y el sueño… hay una tercera cosa… ¡adivínala! ¡Y tiene razón!
Las personas que se nos aparecen en los sueños tienen caras que alguna vez vimos en la vida real. Si en tu sueño sos futbolista, por ejemplo, cada uno de los cien mil espectadores de la multitud tiene la cara de alguien que pasó por tu vida: actores viejos, compañeritos de la primaria, un tipo que tocó el timbre de tu casa para venderte una aspiradora, una maestra de música suplente, el que quieras.
El otro día soñé, e incluso lo conté acá mismo, que volvía a mi casa de la infancia, y que me veía a mí mismo cuando tenía quince años, escribiendo a la noche, mi primera novela. No quise hablar conmigo mismo, pero me puse a recorrer la casa y llegué a mi habitación, a mi habitación de adolescente.
No sé si esto que voy a contar es un sueño o si me lo imaginé. Pero yo estaba en mi casa de la infancia. Estaba todo oscuro. Mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de mi casa de la infancia. Siempre sabemos cuál es el olor de la casa donde crecimos. No sabemos de qué está hecho ese olor, pero lo podríamos reconocer entre mil olores distintos. Y yo estaba en mi casa de Mercedes.
Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires, teníamos dieciocho años y no nos alcanzaba para alquilar. Era la época de la hiperinflación. Entonces mi amigo Chiri y yo terminamos en la casa de una señora que se llamaba Tita; ella tampoco tenía planeada la hiperinflación y tuvo que alquilarle una pieza a dos desconocidos que venían del interior.