Play
Pausa
Yo conocí, en Mercedes, a un grupete muy compacto de cinco amigos jóvenes que habían visto las finales del 86 y del 90 en el mismo lugar: la casa de uno de ellos. Compartieron las cábalas típicas de los sillones, del nerviosismo cortado por el porro, de los abrazos de México y los llantos de Italia.
Con los años se aprende que no importa el fútbol: lo que importan son los preinfartos de los que te salvás. Es decir, los recuerdos imborrables que vas a atesorar para contarles a tus nietos.
La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.
En la Selección Argentina hay tres opciones de mitos griegos: se espera de ellos que aparezcan y reviertan una historia predestinada al fracaso. Uno es Messi, que estuvo a punto de dejar el equipo en las eliminatorias —por la presión exagerada y las dudas de sus compatriotas— y que ahora busca su redención. Otro es, como siempre, Maradona, que si consigue llevar a sus dirigidos a un 11 de julio glorioso se convertirá en directamente en Zeus, sin prórroga ni penales.
Este será el tercer Mundial de fútbol que me toque vivir en Barcelona, y no me acostumbro a la falta de fervor de los catalanes para con la Selección Española, a la que no sienten como propia.
Pobre Messi. Esta semana, después del partido con Alemania en Múnich, la prensa española tituló con mala leche: «Argentina hunde a Messi». Que en idioma más neutro sería decir que un equipo gris no deja lucir al niño mimado, a la luz de sus ojos.