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Pausa
En esta época empecé a escribir textos más elaborados, y cada quince días. Me centré en historias de mi infancia y mi adolescencia, que serían el germen de la novela El pibe que arruinaba las fotos.
Siempre me ha llamado la atención la rigidez con que los hombres de ciencia clasifican a los enfermos mentales: paranoico, esquizofrénico, neurótico, maníaco-depresivo, etcétera. Aquí mismo, sin ir más lejos, a veces nos separan bajo estos parámetros, cuando en realidad respondemos a otras muchas características. Por ejemplo, un paranoico contento se parece mucho a un neurótico recién salido de la ducha. Mientras que un depresivo viendo una película de Esteso y Pajares no guarda mucha diferencia con un esquizoide sedado.
En el ángulo noroeste de mi habitación, en diagonal a mi cama, hay una cámara de vigilancia de la marca Panasonic. Es negra y persistente como un remordimiento; sigilosa y entrometida como una suegra que sospecha algo; memoriosa y tosca como una elefanta. (Hoy, queridos amigos, me va la metáfora). Esta videocámara está empotrada con tres tornillos en el marco de la puerta y sirve en teoría para que las enfermeras, o quienes estén a mi cargo, sepan siempre, a cada minuto, lo que estoy haciendo cuando no pueden verme con sus propios ojos.
Los días aquí dentro son muy parecidos. No idénticos como las trillizas de oro, sino similares, como Penélope y Mónica Cruz. Algunos son más largos que otros, o más lentos, o más claros; pero al finalizar la semana no los puedes distinguir del todo. ¿El día que he estado constipado ha sido el martes o el jueves? ¿La tarde del lunes fue cuando lloré, o la del viernes? Los días, cuando estás encerrado, comparten el mismo ADN. La cadena genética de los días está compuesta por un treinta por ciento de aburrimiento y un setenta por ciento de agua (o coca cola, es lo mismo).
Ayer vi una noticia que me trajo algunos recuerdos de la infancia. Era sobre padres que les regalan a sus hijos animales domésticos. Al día siguiente los padres se arrepienten (pues descubren que los cachorros cagan) y los abandonan en contenedores, o en la carretera. La noticia mostraba perros con los ojos tristes, y a unos señores defensores de los derechos animales, muy enfadados. Hasta aquí una típica noticia de Reyes. Pero la tele no decía nada sobre los niños a los que se les regala algo y después se les quita. Muchos defensores de animales y pocos defensores de niños hay en este mundo.
Lo diré claramente y sin preámbulos: si no hubiera sido por la música me habría suicidado en este hospital o en cualquier otro. No; no es una metáfora. Si no fuese por la música (la que compongo, la que escucho, la que pienso) yo no estaría ahora mismo aquí. La música es lo único que comprende mi cabeza en cualquier estado. No importa si estoy depresivo, ansioso, contento, aletargado o zombi. La música es un algodón que emparcha los huecos del silencio, cuando el silencio me aterra. Si me dieran a elegir entre la música y la comida (que es mi otro gran amor) me iría cantando muerto de hambre hasta el fin del mundo.
Cuando yo era niño, mi madre se pasaba las tardes oyendo lo que pasaba en la casa de al lado. Ponía un vaso contra la pared y luego la oreja en la base, para amplificar las intimidades de los vecinos. Para mi madre no había mejor culebrón que lo que ocurría en la familia Ezquerro. La recuerdo sentada en una silla, con los guantes de lavar puestos, oyendo las miserias ajenas con los ojos cerrados. Si yo la perturbaba con preguntas, o la desconcentraba de su tarea de espía doméstica, me daba un vaso plegable y me decía: «Venga, Xavi, vete a tu cuarto a escuchar lo que está haciendo tu vecinito».
Imagínate que tienes que hablar con un doctor sobre lo que has hecho y lo que has pensado. Imagínate que llevas años hablando con este doctor, quien jamás ha faltado a la cita ni por lluvia ni por hemorroides. Imagínate que vives encerrado y nunca tienes nada que hacer ni pensar. Pero debes hablar de algo, no te permiten hacer silencio. Tú dirás: «Es imposible, Xavi, nadie podría hablar tanto». Pues no, no es imposible. El doctorcito V. y yo lo hacemos los martes, los jueves y los sábados. Los locos y los psiquiatras somos animales de costumbres. Lo que más nos gusta es hablar por hablar.
Hay un instante en la noche, antes de quedarme dormido, en el que logro pensar cosas que, casi al mismo tiempo, comienzan a ocurrir. Al principio esta magia me acojonaba mucho, porque creí que tenía que ver con mi enfermedad, pero el doctorcito V. me dijo que se trata de un estado anterior al sueño que experimenta todo el mundo, sin distinción de raza ni religión. A ti, lector, también te ha pasado y te pasa casi siempre, cuando estás muy cansado. Cierras los ojos y te metes de cabeza en «la duermevela», que es un sitio hermoso en el que haces lo que te da la gana.
Desde que estoy aquí he aprendido a perder las esperanzas sobre algunas de las formas de la felicidad. Por ejemplo, sé que no será mía la felicidad del amor correspondido, ni la felicidad de los millones en el banco, ni la felicidad de pisar la hierba en el parque cuando se me antoje, ni la felicidad de elegir lo que voy a cenar esta noche. (Ay, cómo echo de menos estas formas naturales de la dicha...). Pero hay otras felicidades, pequeñas quizás, menos valoradas por la gente libre, que sí puedo alcanzar cuando quiero. Son cuatro y las voy a explicar.