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Pausa
Hubo un tiempo en que a las personas que compartían una misma lengua en diferentes regiones (México, Argentina, España) les resultaba imposible, o por lo menos carísimo, conversar.
Hay una licencia poética latinoamericana que al español medio le gusta poco, y tiene que ver con la utilización del gentilicio ‘gallego’. No solo se enfadan por incomprensión de sinécdoque (ese tropo por el cual representamos la parte por el todo) sino que también se molestan porque en algunos países la palabrita es sinónimo de tonto o poco espabilado. Es decir, se enojan también por incomprensión de metonimia.
Cuando buscamos, en el Diccionario de la RAE, la palabra nazismo, nos deriva a nacionalsocialismo; y allí dice que se trata de un movimiento político y social del Tercer Reich alemán, de carácter pangermanista, fascista y antisemita.
Aquí dentro cada cual habla como le sale de las narices. En el patio, cuando estamos todos, parecemos la gente de las naciones unidas, pero borrachos. No hay diálogo, no hay comunicación. Lo que hay son idiomas. Más idiomas que gente.
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa «colita de cuadril» cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
Me escribe, muy molesto, un lector vía mail: «Aunque tus personajes hablaban 'en argentino', tu deber es escribir con corrección. Y tu deber, en este caso, es saber que las palabras graves no llevan tilde cuando acaban en ene, ese o vocal». Y como no es la primera vez que me hacen esta acusación tan seria, aprovecharé las vacaciones para explicar por qué, a veces, nuestro único deber es que la gramática nos chupe un huevo.