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Pausa
Lo que voy a contar pasó cuando todavía existían las pesetas, exactamente el día que me quedé sin ninguna. Con treinta años recién cumplidos, yo vivía en una pensión del barrio de Gràcia. Una cama, un escritorio, el baño afuera. Hacía poco que estaba en Barcelona y Cristina ya me había empezado a pagar los cigarros.
La prensa europea me está sorprendiendo estos días. Le está dando a la tragedia de Haití una cantidad de páginas en prensa, y de minutos en televisión, muy superior a la que suelen dar a la gente negra que se muere en países distantes y pobres.
Ya de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia, sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque estaba recién nacido.
Una familia ecuatoriana, marroquí, boliviana, rumana o peruana, cuando descubre que lo ha perdido todo, compra un pasaje de oferta y viaja a España para seguir siendo pobre en otro país. Una familia argentina, en cambio, antes de sucumbir económicamente, antes de caer en lo más bajo y hediondo de la indigencia, hace un último esfuerzo y pone un quiosco en su propio barrio. Lo último que hace un argentino antes de bajar los brazos no es buscar nuevos horizontes, sino endeudarse con un proveedor de golosinas.