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Pausa
Antes de tocar por última vez la pelota con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ya dejó atrás a Peter Shilton; ve que Valdano arrastra la marca de Fenwick; ve que Raid y que Glenn Hoddle quedaron en el camino.
Con los años se aprende que no importa el fútbol: lo que importan son los preinfartos de los que te salvás. Es decir, los recuerdos imborrables que vas a atesorar para contarles a tus nietos.
Menos de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un compañero, el reloj en México marca las trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena central hay también dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano parece el único que no está en actitud de alarma atlética.
En la Selección Argentina hay tres opciones de mitos griegos: se espera de ellos que aparezcan y reviertan una historia predestinada al fracaso. Uno es Messi, que estuvo a punto de dejar el equipo en las eliminatorias —por la presión exagerada y las dudas de sus compatriotas— y que ahora busca su redención. Otro es, como siempre, Maradona, que si consigue llevar a sus dirigidos a un 11 de julio glorioso se convertirá en directamente en Zeus, sin prórroga ni penales.
Pobre Messi. Esta semana, después del partido con Alemania en Múnich, la prensa española tituló con mala leche: «Argentina hunde a Messi». Que en idioma más neutro sería decir que un equipo gris no deja lucir al niño mimado, a la luz de sus ojos.
Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.
El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero por hacer crónicas de viajes. Una vez que aceptó, me subí en Once a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al Norte.
Al Zacarías lo vi llorar tres veces en la vida. Cuando le dijeron que el Nacho era un varoncito, cuando les metiste el segundo a los ingleses y cuando te echaron del Mundial noventa y cuatro.