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Pausa
En esta época inicié un blog secreto en el periódico español El País, en donde fingí ser un paciente psiquiátrico. Ese experimento literario se convertiría años después en la novela Seis meses haciéndome el loco.
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa «colita de cuadril» cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
Hace unos meses empecé a recibir correos electrónicos de paraguayos enojados. No unos pocos correos, sino cientos. La gran mayoría de los mensajes me amenazaba con diferentes destinos como la muerte, la típica golpiza o el infaltable corte de piernas. Me asusté muchísimo, porque soy cobarde, y porque soy curioso quise saber el motivo de semejante encono. Lo encontré enseguida: el periódico de mayor tiraje del Paraguay, de corte sensacionalista, había publicado un artículo donde se informaba que un personaje mío ridiculizaba a su pueblo.
Hay dos clases de miserables que te tocan el timbre antes de las nueve: los vendedores y los cobradores. Sólo se diferencian en que los cobradores no sonríen cuando les abrís. El que me tocó el timbre ayer era un vendedor. Tenía esa sonrisa amable que pide a gritos una trompada. Yo, en piyama, no tuve reflejos ni para cerrarle la puerta en la nariz. Entonces él sacó una planilla, me miró, y dijo algo que no estaba en mis planes.